En el cuarto sólo había un ventanal al que cubría una roída cortina, la humedad de las paredes formaban deformes figuras cuyos bordes habían sido repintados en esas horas largas de creatividad. Selene se sentó en una sillita que apenas soportaba su cuerpo de adulto, abrió el cuaderno y comenzó a escribir sobre la mesa de reducidas dimensiones. Entonces la estancia se llenó de colores que alumbraron cada rincón, surgieron seres alados, objetos brillantes que danzaron alrededor de ella, flores que se dibujaron en el suelo, regaderas de madera que hacían brotar raíces de las esquinas, muebles discutiendo sobre la decoración, y una serie de personajes singulares que reían y jugaban, mientras Selene imponía sus particulares normas.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
EL CUENTO DE SELENE
Relato integrante del libro Copos de Nieve, realizado por el Taller de Escritura Creativa Guadalfeo.
Selene se acercó a sus hijos y les brindó un sonoro beso en la mejilla.
Llegaba el momento en el que la casa se quedaba en silencio y los juegos daban
paso a los sueños y a la tranquilidad. Apagó la luz después de acomodar a sus dos
chiquillos entre multitud de muñecos de trapo y un cobertor creado a partir de
retales de viejas mantas. Caminó sonriente a lo largo del pasillo, cogiendo el
lápiz situado en su oreja y llevándoselo a los labios. Finalmente pasó a una
habitación que se iluminó instantáneamente al entrar. La puerta se cerró y
ella, como cada noche susurró “Buenas noches mis pequeños, ahora es momento de
trabajar”.
En el cuarto sólo había un ventanal al que cubría una roída cortina, la humedad de las paredes formaban deformes figuras cuyos bordes habían sido repintados en esas horas largas de creatividad. Selene se sentó en una sillita que apenas soportaba su cuerpo de adulto, abrió el cuaderno y comenzó a escribir sobre la mesa de reducidas dimensiones. Entonces la estancia se llenó de colores que alumbraron cada rincón, surgieron seres alados, objetos brillantes que danzaron alrededor de ella, flores que se dibujaron en el suelo, regaderas de madera que hacían brotar raíces de las esquinas, muebles discutiendo sobre la decoración, y una serie de personajes singulares que reían y jugaban, mientras Selene imponía sus particulares normas.
En el cuarto sólo había un ventanal al que cubría una roída cortina, la humedad de las paredes formaban deformes figuras cuyos bordes habían sido repintados en esas horas largas de creatividad. Selene se sentó en una sillita que apenas soportaba su cuerpo de adulto, abrió el cuaderno y comenzó a escribir sobre la mesa de reducidas dimensiones. Entonces la estancia se llenó de colores que alumbraron cada rincón, surgieron seres alados, objetos brillantes que danzaron alrededor de ella, flores que se dibujaron en el suelo, regaderas de madera que hacían brotar raíces de las esquinas, muebles discutiendo sobre la decoración, y una serie de personajes singulares que reían y jugaban, mientras Selene imponía sus particulares normas.
Aquella noche un leve llanto se dejaba apreciar entre los renglones de
la historia que emanaba de la imaginación de la escritora. Un llanto lejano,
enternecedor.
Bibiel recogió amargamente entre sus
diminutas manos los pedacitos de la esfera escarlata. El tesoro más hermoso del
árbol de navidad había resbalado entre sus dedos precipitándose contra el
suelo. Muchas más bolas navideñas adornaban el abeto, la Esfera de Plata, la Esfera Celeste, la Esfera Esmeralda, la Esfera Dorada y otras tantas
que sin tener el privilegio de ser admiradas por su poder y belleza,
engalanaban el árbol con acertado encanto. Sin embargo, la falta de una de sus
hermanas no pasaría desapercibido para el Consejo, los reprochadores ojos de
los ancianos caerían sobre ella sin remedio, condenándola fuera de los
jardines, exiliándola a las Tierras Yermas del Este. Bibiel envolvió con
cuidado los trocitos de aquella tragedia en una prenda de terciopelo, arrancó
varios de sus mechones anaranjados con los que trenzó un fino cordel que
deslizó alrededor de la tela, secó las lágrimas con la manga de su chaqueta y
escondió el preciado objeto en su zurrón, implorando para que nadie prestase
atención al árbol antes de que ella consiguiese subsanar su error. Sólo el más
sabio de todos los habitantes podría asesorarle, Domenaicus, alquimista y
trasnochador incorregible, quien tras
varias horas divagando mientras separaba las especias en distintos botes,
dedujo que la solución se encontraba fuera del país. Y más allá de las
fronteras es donde la joven tendría que encaminarse.
Deslizó su cuerpo por los pasillos,
esquivando a los Maestros del Invierno, que solían hacer acto de presencia en
cuanto aparecían las primeras nevadas. Dentro de dos semanas llegaría el Día de
Navidad, tiempo de plazo para solucionar el problema. Salir del Gran Palacio
del Jardín Imperecedero no supondría demasiado esfuerzo puesto que años atrás había
descubierto cual de las ciento quince puertas daba al Vergel de la Luna que a su vez conducía al
mundo exterior, prohibido para los jóvenes de su casta. Seguir los mapas de
Domenaicus El Sabio resultaría algo más complejo y una acto de enorme imaginación.
Tres jornadas tardó en dejar atrás su hogar
hasta llegar a las primeras casas, fuera del límite del Gran Palacio del Jardín
Imperecedero. Las viviendas iban en aumento a media que se acercaba a la aldea
de Viento Alegre. Los vecinos se preparaban para las fiestas que se avecinaban,
colgando racimos de extraños objetos brillantes en las puertas y luces
alrededor de los filos de sus tejados nevados. Bufandas formadas por
deslumbrantes hilos, angelitos de madera, estrellas blindadas con papel de
argenta. Aquel pueblo rebosaba espíritu navideño, y en cada aldeano se mostraba
una agradable sonrisa. “Busca a la Princesa Parsimonia,
ella podrá ayudarte”, le había dicho Domenaicus. “Pero, ¿dónde podré encontrarla?”, preguntó a continuación Bibiel,
segura no obstante de que el sabio, ahorrativo tanto en jabón como en palabras,
ya había soltado su cupo aquel día.
Palpó con cuidado el extremo izquierdo del
zurrón colocado a su espalda. Rebuscó en su bolsillo varias monedas y se
dirigió a la “Posada del Cansado”,
tal y como rezaba el curioso nombre en el cartel que pendía peligrosamente
sobre la puerta.
−Agua de Saldul, por favor –aclamó la
atención del tabernero.
−Tiempo hace, sí, mucho tiempo, que nadie
reclamaba esta bebida –reconoció gozoso el hombre−. Aunque no es del gusto de
las gentes de por aquí, es de lo mejorcito que tengo. La elaboro yo mismo en
primavera, con los adecuados conocimientos y paciencia, nace el mejor licor de
toda la región.
El hombre no ahorró en detalles narrando
la técnica de la preparación de lo que él consideraba su gran invento. Bibiel
le escuchó atenta, escéptica ante la idea de que detrás de cada uno de sus
sorbos realmente hubiese tantas horas de investigación y trabajo como hacía
suponer el posadero. Sonrió mientras intentaba tragar el mejunje disimulando el
ardor de su garganta. La primera vez que oyó hablar del Agua de Saldul fue en la Sala de Reuniones del
Consejo, escondida tras un biombo que ninguna utilidad tenía más que la de
ocultar las miles de actas de las sesiones que durante decenios se amontonaban
sin que nadie osase ordenarlas. A los Consejeros parecía encantarles la bebida,
y se pasaban la mayoría del tiempo hablando de su procedencia y detallando las innumerables propiedades
curativas del licor, en un intento de excusar su afición. Bibiel aguanto
estoica el último trago. Sabía que si existía alguien en aquel lugar que
pudiese darle la información deseada, ese era el dueño de la Posada del Cansado, creador
de aquel espantoso líquido y viajero incansable en su juventud.
−¿Sabéis dónde vive la Conocedora de los
Destinos, la Madre
de los Tiempos, la
Concededora de Deseos, la Dama de los Imposibles? −preguntó en susurro
Bibiel.
−Hacía tiempo que no escuchaba tantos apodos
de la Princesa Parsimonia
−río provocando que Bibiel abriese los ojos de forma desmesurada.
−Entonces, ¿sabéis dónde puedo encontrarla?
El posadero se cruzó de brazos, utilizando
su mano izquierda para acariciar inconscientemente su codo derecho.
−El
Palacio del Suspiro es fácil de encontrar, sólo hay que seguir las
indicaciones.
−¿Indicaciones? −repitió removiéndose en su
asiento.
−Bueno, realmente lo de las indicaciones,
en mi opinión, es una burda leyenda para esos flacos aventureros de hoy en día.
Yo conocí a la Princesa Parsimonia
por casualidad y fue ella quien me llevó a su residencia. Si mal no recuerdo, en
aquel entonces yo pertenecía a una expedición en las tierras del Este, pero no
sabría decirte exactamente −finalizó encogiendo los hombros.
−Pero las tierras del Este son muy grandes
–se desanimó.
Bibiel rebuscó en su zurrón y extrajo uno
de los planos de Domenaicus. El posadero se sorprendió de la antigüedad de los
dibujos, los remiró, olió y palpó, colocándolos a contraluz, para finalmente
concluir con una negación. La joven salió desmoralizada de la posada, cabizbaja
y con una botella de Agua de Saldul de regalo. Poco había sacado de su primera
escala en el viaje, pero sería suficiente para redirigir sus pasos hacia el
Este, que si bien la extensión suponía un problema, quizás encontrara esas
indicaciones o señales si prestaba atención.
Durante dos jornadas mantuvo el peso de la
culpa arraigado en su corazón. ¿Volver? Podría ser la solución, contarlo todo,
explicar que fue un descuido, aguantar el castigo y abrigar la esperanza de que
no fueran muy duros con ella. No. Regresar supondría aceptar nuevamente un
fracaso, y por primera vez necesitaba que sus planes saliesen bien. Además,
cualquier castigo no sería peor que el soportar las crueles miradas de todos,
acusándola de perturbar la Navidad. Los
días siguientes apaciguó su soledad conversando con algunos comerciantes y
viajeros a quienes preguntó sobre la Princesa Parsimonia.
Los comerciantes lograron sacarle algunas monedas a cambio de unos cuantos
utensilios inútiles que fue amontonando sobre su espalda, aunque ella logró
algo de información, que si de poco le sirvió, al menos la ilustró de lo
perturbada que puede estar a veces la mente de los humanos. Algunos decían
haberla visto, otros hablado con ella, y los más atrevidos juraban y perjuraban
poseer cabellos de la
Princesa a buen precio.
Al atardecer del octavo día se adentró en
una extensión yerma, donde las montañas daban paso a enormes llanuras que
permitían la visión del horizonte en toda su extensión. Cuanto más se adentraba
en el lugar, más pequeña le parecía su estatura en comparación con las rocas
gigantescas que, como único adorno, se distribuían sin orden alguno. De vez en
cuando manadas de caballos pasaban junto a ella al galope, mostrando sus
hermosas crines y presumiendo de libertad. Finalmente llegó a una aldea muy
pequeña cuyos habitantes la acogieron con extrema curiosidad. Las casas estaban
compuestas de tela y troncos, constituidas por una sola habitación en cuyo
centro bailaba constantemente una hoguera que desprendía multitud de olores
agradables y humo de extraños y diversos colores. Los miembros más pequeños
acariciaban la melena de Bibiel sorprendidos por su tono anaranjado, pero era
la pequeña extranjera quién más atónita observaba los largos cabellos negros de
sus nuevos amigos cubiertos de plumas, sus pieles curtidas por el sol y la
enorme facilidad que tenían para comunicarse con todos los animales que
rodeaban el poblado.
Los tambores resonaron durante los días
que Bibiel les honró con su presencia. Pese a que nadie habló de la Navidad, sí que aquellas
gentes parecían prepararse para algún acontecimiento. Las mujeres cantaban
junto al río con alegría y los hombres pintaban sus rostros, mientras que los niños
colgaban sonajeros de madera en las cuerdas prendidas entre las tiendas de
tela. Fue al momento de reanudar su marcha cuando Águila en Vuelo, jefe de la
tribu, intentó convencer a Bibiel para que demorase su partida hasta después de
la “Fiesta del Sol”. Ella denegó amablemente la invitación, consciente de que
el plazo para encontrar a la Princesa
Parsimonia se acortaba considerablemente, y que ninguna señal
o indicación se había cruzado aún en su camino. La visitante agradeció el
cariño ofrecido, obsequiando a sus nuevos amigos con varios de los objetos
adquiridos por los comerciantes: un espejo, varios collares y una pequeña
cajita de música. Águila en Vuelo silbó, perdiéndose el agudo sonido más allá
de las rocas arrastrado por el viento. Tras varios minutos una manada de
caballos se acercó desde la gran llanura, provocando una nube de polvo que por
momentos cubrió el horizonte. De entre los enormes rocines surgió uno rojizo,
de lomo brillante y largas crines doradas. “Te
acompañará durante tres días y dos noches”, dijo el jefe acariciando el
cuello del animal. Ella agradeció la
ayuda, preguntando por el nombre del honorable caballo. “No tiene nombre dado por los humanos, sino aquél que le da el viento y
la libertad, impronunciable para todos nosotros hasta que la madre tierra nos
otorgue su gracia”, explicó siseando el gran jefe mientras Bibiel subía con
dificultad sobre el enorme corcel y se alejaba perdiéndose finalmente a la
vista de todos.
Tal y como fue prometido, el hermoso
caballo galopó durante los tres días junto a ella, atravesando la enorme
llanura hasta que los prados dieron paso a extensos océanos de arena donde
Bibiel se despidió de su montura. Ante ella se abrían peligrosas dunas que
fundían sus pies y la absorbían hasta los tobillos con cada paso. El sol
quemaba sus mejillas y se reflejaba en aquel desierto como un espejo infernal.
Cuanto más avanzaba hacia el Este más se acrecentaba
su desesperación. De vez en cuando palpaba con cuidado los trozos de la esfera
roja, temerosa de que fuesen a desaparecer junto a ella en aquella marea. Dio
un paso, y otro más. El zurrón, la comida, la esfera e incluso la propia
alforja de agua le pesaban y comenzaban a ser un estorbo. La noche llegó con
lentitud, pero los fríos vientos no supusieron ningún alivio para ella.
Finalmente observó luces en la distancia, donde varios árboles rodeaban un
cristalino estanque. Corrió hacia el agua que recogía con precisión el
estrellado cielo nocturno. Temerosa de que se tratase de uno de esos espejismos
de los que hablaba Domenaicus, tanteó el líquido reparador antes de zambullirse
en él.
Una vez renovada por el baño, centró su
atención en los farolillos que colgaban de varios maderos estratégicamente
colocados alrededor de la orilla. Una docena de palmeras rodeaban el lugar, ofreciendo
un respiro en aquel desierto, como un pedacito de paraíso se había alojado sin
apenas esfuerzo. Varios camellos la observaron volviendo enseguida a sus
menesteres. “Supongo que tendréis hambre
pues no noto mucho peso en vuestro saco”, carraspeó una figura que salió
tras uno de los descomunales arbustos con el zurrón de Bibiel. La voz era sin
duda de mujer, serena y dulce pero a la vez firme, aunque a simple vista
suponía un reto adivinarlo tras tantos metros de tela y el velo que cubría
parte de su rostro. La viajera salió del agua apreciando la luna en los enormes
ojos negros de la dama.
−Mi nombre es Bibiel −saludó mientras
escurría sus ropas.
−Yo soy Azhar Bennasar −mencionó,
apartándose el velo y dejando ver su hermoso rostro−. Es un lugar peligroso
para alguien que no esté acostumbrado.
−Creo que me perdí en mi viaje hacia el
Este −reconoció Bibiel con gesto pesaroso.
−Bueno pequeña, es fácil perderse entre
las dunas si no se saben seguir las indicaciones.
Bibiel abrió los ojos. ¿Indicaciones?
¿Serían esas las señales a que se refería el dueño de la Posada del Cansado? La
joven preguntó, pero la dama y los acompañantes que descansaban bajo una de las
palmeras poco sabían sobre la Princesa
Parsimonia. Aquellas gentes viajaban interpretando los
astros. “Las estrellas son el mejor mapa
que se ha pintado, uno tan exacto y grande que Alá lo pintó en el cielo para
que sus hijos no se perdiesen”, anunciaba con emoción Azhar. Bibiel observó
cómo su nueva amiga le descubría en el cielo una estrella que destacaba de las
demás: “Esa es Thâbet la estrella que estamos siguiendo ahora, la más hermosa y
bella, que nos conduce al hogar para la celebración de Al-Menha que dará inicio
al mes sagrado de Al-Muharram”.
Quizá tendría que seguir esa estrella,
pero se alejaba considerablemente de su ruta hacia el Este. Azhar le aconsejó
que les acompañase hasta la ciudad, allí podría preguntar más acerca de la
estrella y quizás algún anciano supiese algo de la Princesa Parsimonia.
Al llegar a la ciudad de Zuhayr, Bibiel pudo observar en sus
calles todo lo que Azhar le había estado narrando durante horas. Unos rezos
surgían en coro desde una mezquita, las gentes de aquel lugar, vestidas con
túnicas de colores y turbantes, llevaban de un lugar a otro bandejas de mimbre
repletas de grandes cantidades de fruta, dulces, y una pasta blanca amasada en
forma de lazos. En cada puesto del mercado, casa o rincón olía a especias y un
intenso aroma se desprendía de las hileras de flores de azahar que decoraban
las puertas y ventanas. Quizás aquellas personas no conocían lo que era la Navidad, pero Bibiel podía
ver en ellos el mismo nerviosismo y emoción que acumulaba su propio pueblo
cuando se aproximaban estas fechas.
Azhar la condujo hasta una enorme casa de
adobe y ladrillo rojo, en cuyo interior no había más mueble que una mesita baja
sobre una enorme alfombra cubierta de cojines de agradable aspecto. Sobre un
almohadón de considerables dimensiones permanecía sentado un hombre de mediana
edad, fumaba absorbiendo el humo desde un artilugio extraño que parecía una
tetera con una larga boquilla. Tras las presentaciones, Bibiel se acomodó
frente al sabio y bebió de una taza con té que le fue ofrecida.
−¿Señales? −repitió las palabras de la
joven con una enorme sonrisa− Claro que las hay. Son miles, cientos, pero hay
que tener ojos para verlos, pero no unos ojos normales, sino que se debe mirar
con el corazón a través de éstos −gesticuló desplazando el parpado inferior del
ojo izquierdo mostrando una pupila blanca y vacía, para después soltar una
sonora carcajada ante el sobresalto de su invitada.
−Disculpad, pero no parecíais ciego−
musitó avergonzada Bibiel.
El hombre apartó el artilugio para fumar y
se pasó las manos por la barriga.
−Y no lo soy, pequeña. El ojo perdió su
color cuando osé robarle un beso a la Princesa Parsimonia
−su rostro cambió para transformase en una mueca de nostalgia.
−¡Entonces la conocisteis! −exclamaron
Bibiel y Azhar al unisono.
El sabio se levantó no sin dificultad,
mostrando su enorme estatura. Se acercó a una de las oquedades destinada a
ventana y miró al exterior.
−Fue hace mucho, mucho tiempo. Tanto
tiempo que yo era joven −volvió a reir−. Supongo que ella aún permanecerá lozana
y hermosa como entonces. Sí, la conocí.
El sabio aconsejó a Bibiel seguir una
estela de estrellas que le indicó cuando llegó la noche. Su camino se desviaría
considerablemente hacia el Noreste, pero dado los escasos resultados y el poco
tiempo restante para el Día de Navidad no tenía muchas opciones. Por la mañana
reanudaría el viaje con un rumbo diferente y de nuevo con la única compañía que
los trocitos de la esfera roja.
Dos jornadas después encontró un pequeño
torrente entre las dunas. Poco a poco el flujo de las aguas fue en aumento,
convirtiéndose en un vasto río. Los árboles, la hierba, los pájaros, las
montañas y las primeras viviendas fueron acoplándose al paisaje hasta la ciudad
de Puerto Esperanza. Allí las casas se amontonaban unas junto a otras en un
espacio que parecía ser aprovechado al máximo en aquel valle. Bibiel caminó entre
sus calles a medida que el sol se ocultaba en el horizonte. Pocas personas
quedaban en las avenidas empedradas tras el ocaso. Los vecinos abrieron sus
ventanas con tranquilidad y una vez descansado el día comenzaron a colocar en
el alfeizar candelabros de nueve brazos. El aceite contenido en cada extremo
fue prendido, desde el centro al exterior, hasta que toda la ciudad quedó
vestida con aquella indumentaria tan excepcional. La joven pudo observar como
en el interior de las viviendas también se habían encendido las lámparas y las
familias se reunían a su alrededor. Un leve cántico, sereno y reconfortante se
elevaba mecido por la suave brisa que procedía del mar cercano.
Una vez llegado al puerto parpadeó
asombrada por la magnitud de aquella masa de agua que se extendía frente a
ella. Como en los viejos retratos a carboncillo de Domenaicus, las olas
golpeaban unas contra otras estallando en multitud de gotitas, rebozadas en una
espuma fosforescente que brillaba al captar entre sus partículas la luz lunar.
Los cabellos de Bibiel se liberaron de las trenzas para danzar con el aliento
que surgía de aquel océano que tenía frente a sí. Durante minutos quedo
suspendida en un estado de júbilo, mientras que los cánticos emprendían su
vuelo desde los tejados hasta el horizonte, quedando toda su piel embebida de la solemne melodía.
En el muelle permanecían gran cantidad de
navíos de distinto tamaño, pero sólo uno destacaba sobre los demás, “La Marea”, rezaba en el casco,
y un marinero que con tesón se afanaba en abrillantar el letrero que portaba el
curioso nombre llamó su atención despertándola de su embelesamiento. “Bienvenida al Festival de las Luces,
extranjera”, le gritó haciendo exagerados gestos que arriesgaron su
estabilidad sobre los cabos que le sujetaban. Finalmente el hombre saltó a la
cubierta, invitando a Bibiel a subir a bordo, dispuesto a narrarle todas y cada
una de las aventuras vividas en aquel navío en cuanto la
joven susurró avergonzada que era la primera vez que veía el mar. Bernad, que
así le había puesto su madre que en paz descanse la muy buena señora, hablaba y
hablaba mientras caminaba de proa a popa seguido de ella, alzaba la voz
emocionado en algunos momentos e incluso en ocasiones parecía discutir consigo
mismo sobre algún extremo no muy claro de la historia narrada. Una vez examinado cada rincón, tabla, bidón,
vela y cabos de la cubierta, se sentaron junto al timón en silencio. No tardó
demasiado en reiniciar nuevamente su retahíla de lances, abordajes y tesoros
escondidos en tierras inhóspitas. Allí sentado el hombre no parecía sentirse a
gusto, debiendo ser su estado natural el continuo vaivén, como las olas que
luchaban contra el dique, por lo que redirigió su energía hacia las manos jugueteando
con una cuerda entre sus dedos. Bibiel pudo contar veintitrés nudos distintos
creados a partir de esa soga mientras él se explayaba en sus relatos. Nudos
realizados con gran facilidad y soltados con la misma destreza con la que
creaba aquellos extraños lazos, hasta que la fibra del cordón empezó a rasgarse
trasformandose en una masa revuelta de hilos sueltos. La joven sonrió ante el
gesto impaciente de su acompañante. Rápidamente y frente a la mirada de
sorpresa del marino, Bibiel cortó uno de los mechones más largos de su melena,
para a continuación y con gran habilidad, tejer un resistente cordel que
ofreció a Bernard.
−Es tan resistente como el acero. Nunca se
romperá y tus nudos serán como sellos que no se soltarán a menos que tú lo
desees −explicó−. Es más efectivo que una caja fuerte −sonrió.
−Gracias −balbuceó Bernard impresionado
con el regalo. El hombre la miró con los ojos inquisitivos−. Quieres decir
entonces, que si te ato a mi muñeca no te desprenderás de mí hasta que yo
quiera −bromeó, pero por un momento la joven temió el perverso comentario del desequilibrado
marino.
Bibiel aprovechó el resto de la noche para
contar su propia historia y preguntar sobre la Princesa Parsimonia
sin mucho éxito. El amanecer hizo presencia sin que se diesen cuenta, y casi al
mismo tiempo que surgían los primero rayos, multitud de marinos surgieron del
interior del barco, bostezando, rascándose lugares imposibles de la espalda,
ignorando la presencia de la joven y ocupando cada uno su puesto. “Amarres soltados, Capitán Morrow”, “Velamen
a barlovento, Capitán Morrow”, “Tripulación en su puesto, Capitán Morrow”, vociferaban
los hombres y mujeres subiendo y bajando de los mástiles, repitiendo aquél
nombre y mirando constantemente a Bernard que les vigilaba con el rostro firme,
el ceño fruncido, y los brazos cruzados sobre el pecho henchido.
−¿Deseáis pequeña dama acompañarnos? No
perderéis de vista vuestra estela de estrellas si atravesáis estas aguas hasta la Ciudad Innombrable
−ofreció sin perder el gesto pero con un especial tono dulce hacia ella.
Bibiel sonrió asintiendo con la cabeza.
−¿Capitán Morrow? −preguntó risueña.
El hombre se agacho sobre ella y le
susurró.
−¿Creéis acaso que Bernard es un nombre
respetable para un pirata? −rió, mientras el navío comenzaba a alejarse de
Puerto Esperanza.
Durante los días que navegaron sobre las
bravías aguas hacia el Nordeste, la fiesta, el ron, la música y las serpentinas
coparon los minutos libres de la tripulación. Aquellas gentes rudas curtidas en
la mar cantaban villancicos con infantiles letras que contrarrestaban los malos
olores, el lenguaje vulgar y los charcos formados por los esputos surgidos de unas
bocas adictas al tabaco de mascar. Fue un acierto obsequiarles con la botella
de Saldul, consiguiendo así la amistad y atenciones del pintoresco grupo. El
último amanecer sorprendió a Bibiel, hermoso, espléndido después de la tormenta
nocturna que había azotado el casco de forma violenta. Miró en la distancia
acostumbrada ya al continuo movimiento del barco. Una niebla espesa impedía ver
el horizonte, pero a medida que el sol fue colmando de calor la cubierta, la
neblina fue transformándose en un leve velo, permitiendo que los viajeros
divisasen los primeros edificios de la Ciudad Innombrable.
La joven apretó sus manos nerviosa, notando la mano amiga de Bernard en su espalda.
“Es impresionante, ¿verdad?” opinó el
capitán mientras que los grandes rascacielos, los puentes, las torres y aquella
extraña bruma grisácea que sobrevolaba todo el lugar, se reflejaba en las
pupilas de todos.
No tardaron en poner pie en el puerto,
desde donde surgían multitud de calles ensombrecidas por las altas estructuras
de cemento y vidrio. Pocas esperanzas ponía Bibiel en su misión a estas alturas
del viaje. Derrotada, vencida, y compuesta por todas las dudas y temores
acumulados durante las dos semanas, deambuló entre las avenidas de la Ciudad Innombrable,
entendiendo la razón de que nadie hubiese podido encontrar cómo llamar a
semejante lugar. El gris no solo dominaba en las paredes, sino que también
parecía ser el color predilecto en las vestimentas de los habitantes, quienes
caminaban de un lado a otro sin mirar al semejante, absortos, fundidos en una
confusión y frenético ritmo que comenzó a hacer aún más mella en el estado de
ánimo de la joven. Dirigió sus pasos hacia un cruce de avenidas dónde Bernad le
había aconsejado investigar a cerca del paradero de la Princesa Parsimonia.
Varias horas después y con sus pies asomando peligrosamente por los laterales
de su calzado, llegó al lugar. Frente a ella se alzaba el único edificio que se
diferenciaba del resto. No era alto ni imperioso, no tenía su fachada llena de
cristales ni carteles anunciado el refresco de moda o un viaje económico.
Parecía más bien un abuelo agachado, soportando su ancho cuerpo sobre siete
bastones, mirando con sus ojos vidriosos a un sol que nunca llega a alcanzar con
su afable candor la piel de mármol. Bibiel entró en aquel palacio ensombrecido
por sus hermanos mas jóvenes y saludó a un guarda que disimulando un bostezo
señaló con su dedo una gran puerta de roble.
No
hubo más secreto en aquel lugar, tras las hojas pesadas de la puerta apareció
una sala que se perdía a los ojos de Bibiel.
Incontables estanterías copaban la estancia resistiendo el peso de millares de
libros, una fila de mesas toleraba el polvo con orgullo recordando tiempos
mejores, y las lamparitas pese a estar encendidas, temblaban de vez en cuando
reclamando un mínimo mantenimiento. Sólo una silla permanecía ocupada, cargando
con el menudo cuerpo de un muchacho cuya cabeza dormitaba irremediablemente
sobre varios libros. La joven cruzó la estancia observando los volúmenes
apretados unos contra otros disputándose el espacio. ¿Cómo podría encontrar un
dato, una respuesta, una dirección en aquel alboroto literario? Definirlos como
muchos suponía ser demasiado optimista.
Regresó de nuevo sobre el asfalto, sufriendo
una mochila que pesaba más de lo habitual, generando que sus hombros se
precipitaran hacia delante y su cuerpo formase un arco imposible. Paso a paso
recorrió durante horas las calles de aquella gran urbe evitando ser arrastrada
por las enormes máquinas que las atravesaban a gran velocidad. Rendida,
contagiada de la soledad e indiferencia que abrumaba la metrópoli, descansó
apoyada en el ladrillo, moviéndose de vez en cuando para impedir que la humedad
traspasase sus ropas. Fue en esa lid cuando divisó un callejón entre dos
edificios. Numerosos colores aparecían y desaparecían con rapidez tiñendo la
pared de uno de los inmuebles. Bibiel se levantó y avanzó hasta la entrada de
aquel angosto pasillo sin salida, pisando el suelo constituido por baldosines negros
que habían perdido todo orden y forma, y que conducían irremediablemente a una puerta
de madera. Sin embargo, sus ojos prestaban atención a un frondoso abeto que se
elevaba varios metros y cuyas raíces surgían recias de entre la piedra. Los
colores que hasta entonces pintaban los muros se reflejaban ahora en la joven,
surgidos de incontables luces que junto a otros adornos embellecían las ramas.
Quizás, por fin, había encontrado una señal.
No hubo resistencia al girar el picaporte,
introduciéndose en un jardín donde una niña le dio la bienvenida de una forma un
tanto particular: “La Princesa te está
esperando desde hace más de una hora, ¡rápido, rápido!”, desdeñó apurada la
infante arrastrando a Bibiel hacia una carpa construida con brotes de hiedra y
jazmín. “¡Rápido, rápido!”, insistió
sin dejar pronunciar palabra a la recién llegada.
−Pasa y deja el pedido en la mesa −ordenó
una mujer que trenzaba sus cabellos con unas enormes manos llenas de callos.
−¿Princesa Parsimonia? −preguntó
dubitativa Bibiel.
La dama se giró patosa, se pisó las
enaguas y cayó sobre un sillón repleto de papel de regalo, todo ello sin soltar
en ningún momento la trenza que parecía resistírsele. Finalmente miró a la
joven.
−Sí, pero prefiero que no me llamen así.
¿Has traído los mazapanes? −insistió, mostrando unas mejillas ruborizadas y
unos excesivos ojos violetas. El aspecto de aquella mujer se alejaba con
diferencia de las descripciones oídas por Bibiel y del idílico retrato que su
mente había efectuado.
Bibiel, sin aclarar la confusión de la Princesa, sacó de su
zurrón el paño de terciopelo que envolvía la causa de su desesperación, retiró
con cuidado el cordel anaranjado, cayendo el lienzo al suelo cuando alzó en sus
manos los trocitos indemnes de la Esfera
Roja. Parsimonia se acercó frunciendo el ceño y agudizando la
mirada a través de sus párpados semicerrados. La joven deseó salir corriendo,
subir de nuevo a “La Marea”,
quemar sus pies en las dunas o enfrentarse al Consejo antes que soportar el
pestilente olor que surgía de la anfitriona.
−Ummm. Hubiera preferido los mazapanes,
pero esto es aún más interesante −sopesó la dama poniendo definitivamente punto
y final a su peinado con un regio adorno−. La Esfera Roja y en pedacitos. Cuando
hace más de tres siglos dejé las Esferas de Poder en custodia de Domenaicus, no
me imaginé que la próxima vez que viese una
de ellas sería en estas condiciones.
La Princesa no mostraba síntoma de enfado, pero sí
una gran curiosidad por saber qué grandiosa catástrofe había podido romper su
importante regalo, sonriendo con sorpresa al descubrir que la simple torpeza de
una jovencita fue la causante del destrozo. Bibiel le narró su viaje con
detalle, teniendo la sensación de que la Princesa no desconocía los acontecimientos. La
dama le explicó entonces que su morada no permanece en el mismo sitio siempre,
y de ahí la dificultad en encontrar el Palacio del Suspiro. En aquella época de
cambios, prisas e intereses individuales, su presencia debía de estar en la
ciudad que más reflejaba esas particularidades, a fin de intentar mantener el
equilibrio y el orden.
No mucho después llegó al jardín una
muchacha nerviosa con una bandeja cubierta por un mantel de fino hilo que quitó
frente a la regia dama, dejando al descubierto decenas de mazapanes con forma
de estrella. Bibiel rechazó el ofrecimiento de su acompañante, observando como
ésta zampaba los dulces sin medida ni decoro. De repente Parsimonia dejó la
degustación y lamiéndose los dedos observó fijamente a la joven con reproche,
para formar a continuación una mueca de resignación.
−No puedo hacer nada… en este caso
−afirmó, confirmando los temores de Bibiel−. La Esfera en principio es
irrompible, si se multiplicó en tantos trozos tras caer de tus manos, no hay
nada que pueda hacer.
La Princesa Parsimonia
ocupó su trono en el centro del jardín, invitando a la joven a sentarse junto a
ella. Pasaron horas hasta que Bibiel tomó consciencia del tiempo y de que sólo
quedaba un día para Nochebuena. La
Princesa le ofreció un transporte especial con el que, si los
vientos eran favorables, llegaría a tiempo para explicar su acción al Consejo.
Caminaron durante minutos por aquel vergel
que poco tenía que ver con la ciudad en la que se ubicaba. Bibiel subió a lo
que parecía un barco pero que en lugar de velas se suspendía del cielo gracias
a un globo de enormes dimensiones. En alguna ocasión un transporte de similares
características atravesaba el cielo de su ciudad, pero nunca tan grande como
aquel. El ascenso comenzó, recordando entonces las últimas palabras de la Princesa: “Eres una muchacha insegura pero con una
valía que aún no sabes reconocer. Desde que has entrado en mi casa has reflejado
en mí tus temores, angustias y deseos confinados. La Esfera Roja significa la vida,
y el poder que tiene en su interior se nutre con las esperanzas y los latidos, de
esos sentimientos que extrañamente surgen o son más fuertes durante la Navidad, de ahí su
importancia, y que deba estar prendida del árbol, para que esa sensación dure
hasta la próxima celebración. Pero no olvides una cosa, sigue siendo un objeto
insignificante en comparación con el corazón humano”. Bibiel palpó el paño
de terciopelo que nuevamente guardaba los fragmentos, dispuesta a confesar su
falta al Consejo y reparar el daño. Parsimonia tenía razón, las estrellas, los
lazos y las luces, los símbolos, todo ello no significaban nada sin no existía
alguien que desprendiese esa energía, ese espíritu de paz y amor. La joven
sonrió sintiendo un ligero candor en su interior. Miró por última vez a la
regia dama que caminaba lentamente despidiéndose con un delicado movimiento de
sus finas manos, mientras su imagen se transformaba poco a poco hasta adoptar
un porte majestuoso, divino, que avanzaba con pasos elegantes y precisos, portando
una tiara de cristal sobre su cabeza y desprendiendo un olor a flores silvestre
que invadió el lugar. La
Princesa juntó sus labios y sopló provocando una ligera brisa
que empujó la nave a las alturas y la cubrió de una ligera escarcha, permitiendo
una visión amplia del Palacio del Suspiro así como de la ciudad, siendo aquel infinitamente
mayor que la propia urbe que la rodeaba.
Durante horas Bibiel mantuvo el deseo de
llegar a tiempo para la ceremonia mientras disfrutaba del viaje de regreso. Una
vez tomado tierra en el Gran Palacio del Jardín Imperecedero corrió hasta el
árbol de Navidad dónde había empezado toda su aventura. Les miró. Dos semanas
antes hubiese carraspeado, inclinado su cuerpo sobre un pie y luego sobre el
otro, pero la joven alzó la cabeza, con el rostro triste pero firme, mientras pensaba
una frase con la que convencer al pueblo. Desenvolvió el paño de terciopelo
delante de todos los allí presentes, descubriendo entonces que la Esfera Roja permanecía intacta
y más brillante que nunca.
El día de Navidad llegó, provocando una
fiebre de regalos y pasteles, villancicos y parabienes. Bibiel sonrió
observando los acontecimientos, sorprendida al descubrir que nadie se había
dado cuenta de la falta de la Esfera Roja
hasta que ella llegó y preguntándose si la hubieran echado de menos. Nadie las
miraba, ni las adoraba durante la ceremonia mientras bailaban y abrazaba a sus
amigos y familiares, sin embargo las Esferas de Poder colgaban brillantes del
árbol, y en concreto la de color rojo, más resplandeciente que nunca.
Los
primeros rayos diurnos se colaban entre la cortina. Selene cerró su cuaderno mientras
la última amapola se fundía con el suelo, retornando el cuarto a la normalidad,
las paredes recobraron su serio matiz y el techo volvía a pesar sobre aquella
casa nuevamente. La escritora se levantó estirando sus acartonados músculos y
atravesó de nuevo el pasillo parándose frente a la puerta del salón. Miró al
interior, donde un pequeño árbol de navidad escaso de regalos pero empachado de
serpentinas alegraba la estancia, y en medio de todo aquél adorno, una esfera,
pero no una cualquiera, sino una colorada y luminosa, en la que se apreciaban
unas ligeras grietas.
Selene
avanzó con nostalgia cambiando su rostro al entrar en el cuarto de sus hijos.
“¡Feliz Navidad!”, exclamó, “Feliz Navidad”.
©María Teresa
Martín González
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