domingo, 21 de diciembre de 2008

Copos de Nieve

Cuento integrante del libro "Copos de Nieve" realizado por los alumnos del Taller de Escritura Guadalfeo (Motril)

Tres mil quinientas una partículas de nieve se deslizaban hacia el alfeizar de la ventana. A través de los cristales vestidos de escarcha, las diminutas briznas blancas podían observar el colorido interior. Multitud de tonalidades lucían en paredes, puerta y muebles. Varias cintas brillantes rodeaban el fogón colmado de leña, que permanecía encendido desde el ocaso de aquella tarde de Nochebuena.

Dos mil partículas más de la esperada nevada navideña planearon desde el gran abeto del exterior, uniéndose al grupo de fisgonas. Un singular olor les llegaba desde la cercana chimenea que despuntaba a duras penas en el cubierto tejado. Pero algo les llamó la atención en aquella acogedora postal. Un niño corría saltando y brincando alrededor de un rechoncho árbol que llegaba hasta el techo de la estancia. Un abeto, no tan impetuoso y majestuoso como el del exterior cubierto de abrigo blanco, pero más elegante y virtuoso, coronado por una radiante estrella. La cara de felicidad del niño no podía compararse con ninguna otra sensación observada durante aquel invierno, sus ojos lucían de una forma particular.

Las motas de nieve se pegaron a la ventana con envidia del pequeño abeto que captaba toda la atención y devoción del infante. Se acercaron más y más al cristal, revoltosas, subiéndose unas sobre otras para mirar al objetivo de sus celos. Ya los humanos no salían a disfrutar de la nieve, a rendirles honor y dejar que los copos acariciasen sus rostros. Las partículas se juntaron, nerviosas, traviesas, formando sin querer una masa blanquecina a la que se fueron uniendo más de sus hermanas. Las de más atrás apretaban a las primeras, y las recién llegadas no querían quedarse sin ver lo que tanto murmuraban las demás. El alfeizar se hizo demasiado pequeño para tanta concentración de curiosidad, por lo que la bola creada cayó al blando manto del suelo.

Durante horas la bola fue creciendo un poco más hasta que les fue imposible moverse. La ventana estaba lejos, las luces se habían apagado y apenas se veía el cambio de iluminación que se colaba al exterior en brillantes impulsos producida por el raro abeto. Tras un largo silencio, las partículas comenzaron a elaborar una nueva esfera encima de la anterior, lo que les llevó aún más tiempo dado el desorden de sus movimientos. Finalmente consiguieron erigir otra bola, pero no fue suficiente para alcanzar la ventana.

Con el amanecer llegaron desde el interior de la vivienda las impresionantes risas y gritos del pequeño niño. Las partículas se desesperaron, nerviosas, provocando el peligroso desequilibrio de la construcción. Tras la puerta de entrada se escuchó ruido, unos sonidos que alertaron a las revoltosas motas de nieve que intentaron aferrarse unas a otras para no caer, logrando tras varios minutos mantenerse inmóviles, justo cuando la puerta se abrió.

El niño salió corriendo arrastrando varios juguetes, disfrutando de los mismos bajo la mirada de sus padres. No tardó en darse cuenta de la extraña formación de nieve y por primera vez, las partículas notaron con gran emoción la mirada del jovencito. Pero el menor corrió hacia la casa abandonando sus juguetes en la apresurada huída para a continuación regresar con varios objetos a simple vista inservibles para jugar. Una zanahoria, que colocó en el centro de la bola más alta, dos ramitas que colgó a cada lado de la inferior, dos botones que situó encima de la anaranjada hortaliza. El chiquillo miró su obra, se desprendió de la bufanda y la enrolló entre las dos esferas. Sonrió, de tal manera que las partículas estallaron de emoción. El infante comenzó a bailar alrededor de su nuevo juguete de nieve, como lo había hecho la noche anterior junto al abeto, pero a él se unieron nuevos niños del vecindario sorprendidos por la curiosa formación.

Aquella mañana de Navidad, las más de tres mil millones de partículas de nieve fueron felices, creando el primer Muñeco de Nieve.

© Mª Teresa Martín González


viernes, 5 de diciembre de 2008

Una habitación en mi interior


Quizás se hayan acumulado ya demasiados libros sobre las baldas y estas soporten un peso superior para el que alguna vez fueron construidas. El ordenador está encendido, la pantalla muestra un fondo parpadeante y el teclado viste una ligera capa de polvo excepto en varias de sus teclas, desgastadas e invisibles. Queda un poco de café en esa taza tantas veces usada en los largos momentos de inspiración. Un murmullo, parecido a un zumbido resuena desde la lámpara que intenta por todos los medios mantenerse encendida. Desde el interior se aprecia el olor fresco y nocturno que a veces embarga el cuarto, ocultando el hedor a rancio y cerrado. Las cortinas se mueven al ritmo del viento que trae esa sensación de libertad que llega desde el jardín, y la única muñeca que aún resiste en las agotadas baldas se deja acariciar por las sedas que cuelgan revoltosas y reflejan sus colores en el cristal de las ventanas.


© Mª Teresa Martín González