domingo, 30 de noviembre de 2008

La victoria sabe a luto, la derrota a sangre

Ella frente a mí, impoluta, como nunca la había visto. Admiré su rostro y por primera vez supe que no lograría fundirme con su sonrisa. Las sombras proyectadas por las lápidas no parecían poder contrarrestar el esplendor de sus blancas vestimentas. Caminaba danzante, rozando con sus delicados dedos la piedra añeja, alejándose sin dejar de mirarme. ¿A dónde vas?, le grité. ¿A dónde vas que os retiráis de mi sin piedad, abandonándome?

Allí, hundido en mi propia derrota, rodeado de mis gloriosos antepasados y asediado por multitud de cuervos la vi marchar. ¡Victoria!, grité ahuyentando el ahogado sentimiento de fracaso. ¡Victoria! Repetí deseando verme de nuevo bajo su amparo, pero ella desapareció, mientras la tierra de mis ancestros resbalaba de entre mis manos y mi cuerpo vencido caía sobre la hojarasca, sin honor, sin nombre que recordara mi alma, sin más testigo de mi vergüenza que la sangrienta luna.

© Mª Teresa Martín González


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