viernes, 25 de enero de 2008

UNA MIRADA DESDE EL BANCO DE UNA ESTACIÓN CUALQUIERA


Estación de Landora, 26 de Julio 14:25 de la tarde.

El murmullo de los trenes hacía ensordecer a la muchedumbre que allí se agolpaba, golpeaba y esquivaba de forma autómata. La estación de Landora, por lo normal, era un lugar apacible para disfrutar con el devenir de personas, observar sus rostros, contar las maletas e imaginar cada una de las historias que les habían conducido a un lugar tan particular. Pero aquella tarde, el retraso de varios trenes y las fechas veraniegas, hacían irreconocible el lugar.

En la entrada, multitud de periodistas con sus cámaras y micrófonos, rodeaban a un tal “Nugal Tocbal”, un político de uno de esos países africanos cuyo nombre parece no existir hasta que sale en los telediarios. Una forzada sonrisa hacía apenas perceptible en el rostro del hombre su cansada mirada. El Sr. Tocbal portaba una fotografía entre las manos de su familia, anunciando con voz serena que agradecía que nuestro país le hubiese acogido en su exilio. Los flashes y las preguntas sin orden alguno aumentaban, mientras un locutor de pelo alborotado (sin que se pudiese distinguir si el peinado lo traía desde casa o había surgido en el intento de conseguir el mejor reportaje), explicaba la delicada situación del país de procedencia del invitado y la urgencia en proteger a tan renombrado personaje.

No menos curiosa era la pareja de novios que recién llegados desde el andén cinco, buscaban con relativa calma un carro para las maletas. Ambos miraban con interés lo que parecía ser la guía de Landora, a mi parecer, demasiado voluminosa para el poco interés turístico de la localidad. Los arrumacos comenzaron a ser un espectáculo más entretenido que el televisivo Sr. Tocbal. Un grupo de muchachos con mochila a la espalda les silbaron, para irse a continuación a la esquina de la estación que parecía más cómoda para pasar la noche hasta el próximo tren.

De vez en cuando, uno de los mochileros deleitaba a los viajeros con la lectura en voz alta de “Ciento y un días en mil países”, una obra poco conocida pero de gran valor literario, que narraba las andanzas de un lord inglés convencido en descubrir los misterios de los países más allá de los acantilados de su Gran Bretaña: “Dos son las cosas que distingo en esta aldea de Las Indias…” gritaba apasionado el mochilero interpretando con interés la lectura “…las mujeres hermosas y el delicado y preciado olor del café”.

A las espaldas de todo, una mujer abrazaba un pequeño bulto conformado por una tela roída en la que guardaba varias prendas y algún bocadillo. Con la cabeza agachada, miraba sin embargo alrededor, pendiente de cuanto le rodeaba, cerrando los ojos lo necesario para que no se resecasen sus hermosos ojos negros. Algunos viajeros evitaban cruzarse o incluso acercarse a la joven, quien de vez en cuando movía los labios rezando alguna plegaria en saharaui. El largo viaje se reflejaba en el rostro y en su desvalido cuerpo, Landora era su destino, donde comenzaría una nueva vida.

El tren de las tres avisó su entrada por la vía uno, saliendo del mismo una marabunta humana que cubrió el lugar, mientras los ruidos a metal y pasos volvían a dar vida a la particular estación.

Estación de Landora, 22 de Agosto, 21:43 de la tarde.

El sol desplegaba su rojizo color tras los tejados bañados por sus rayos durante todo el día. Desde la cúpula de la Estación de Landora aún se podía discernir el cenit del día, pese a la mugre acumulada en el traslúcido material. Aquella tarde, varias palomas se habían empeñado en hacer compañía a los escasos viajeros. Por fin, aquél tranquilo lugar regresaba a la normalidad.

Los mismos muchachos que semanas anteriores ocupaban los pasillos con sus bártulos, guitarras y mochilas, ahora recaudaban monedas entre las gentes para proseguir un viaje sin destino. Aún les acompañaba el ejemplar de “Ciento y un días en mil países” pero su primer poseedor parecía haber cedido su plaza a su compañero, quien amenizado por la guitarra, desgarraba sus cuerdas vocales intentando que se le escuchase más allá de la entrada. Unas cuantas monedas bien valían un dolor de garganta. “Apenas terminé el aperitivo me subieron a una enorme cesta de mimbre. La tela que hasta hacía unos momentos cubría el césped comenzó a inflarse y a inflarse, convirtiéndose en un enorme globo que me alzó al cielo. No he tenido en mi vida experiencia más gratificante que ver la hermosa ciudad de París desde las nubes, siendo partícipe del nacimiento de un nuevo día. Mientras los mercados llevan horas abiertos, bajo los tejados de las zonas agraciadas los parisinos comienzan a despertarse”.

Una pareja escuchaba en silencio el relato del muchacho. Sus manos ya no se rozaban ni sus ojos reflejaban miradas de complicidad y felicidad. La mujer se levantó con desgana, y mirando de reojo a su acompañante, arrojo la guía de Landora al cubo de basura más cercano. En la ira y disgusto por haber malgastado su viaje de novios en una mala inversión, no observó a una muchacha que corría por la estancia. Ambas cayeron al suelo culpa de su distracción. El golpe hizo reaccionar al joven, que presuroso fue a ayudar a su esposa. Sus brazos la rodearon y ella esbozó una sonrisa, recordando la verdadera razón de su escapada nupcial.

La muchacha que parecía tener más prisa que el tren directo de las once se levantó pidiendo disculpas. Siguió su camino con tanta prisa que volvió a tropezar con algunos viajeros más, esta vez con mejor suerte. Finalmente divisó lo que tan ansiosamente buscaba. Dos niñas y un hombre pronunciaban su nombre entre risas y llantos. Fue entonces cuando en sus ojos negros algo cambió. Ya no permanecía dolor ni duda, ya no pesaba la nostalgia, por fin su familia le acompañaría en este nuevo hogar.

Desde el puesto de revistas se podía distinguir a un desmejorado Sr. Tocbal, pero esta vez sin cámaras ni publicidad, esposado y flaqueado por dos agentes de policía que le acompañaban hasta la salida de la estación. En pocas semanas los intereses económicos y las ansias de poder puede hacer variar la política de un Estado. El apoyo que nuestro país en un principio había ofrecido a Nugal Tocbal se había convertido en una orden de extradición a su lugar de origen.

El tren de las diez avisaba su entrada con un fuerte pitido. Los pocos viajeros que esperaban impacientes subieron a la máquina y ocuparon sus asientos, observándose los rostros únicos desde este banco, en la que al fin y al cabo, era una estación cualquiera.


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