domingo, 21 de diciembre de 2008

Copos de Nieve

Cuento integrante del libro "Copos de Nieve" realizado por los alumnos del Taller de Escritura Guadalfeo (Motril)

Tres mil quinientas una partículas de nieve se deslizaban hacia el alfeizar de la ventana. A través de los cristales vestidos de escarcha, las diminutas briznas blancas podían observar el colorido interior. Multitud de tonalidades lucían en paredes, puerta y muebles. Varias cintas brillantes rodeaban el fogón colmado de leña, que permanecía encendido desde el ocaso de aquella tarde de Nochebuena.

Dos mil partículas más de la esperada nevada navideña planearon desde el gran abeto del exterior, uniéndose al grupo de fisgonas. Un singular olor les llegaba desde la cercana chimenea que despuntaba a duras penas en el cubierto tejado. Pero algo les llamó la atención en aquella acogedora postal. Un niño corría saltando y brincando alrededor de un rechoncho árbol que llegaba hasta el techo de la estancia. Un abeto, no tan impetuoso y majestuoso como el del exterior cubierto de abrigo blanco, pero más elegante y virtuoso, coronado por una radiante estrella. La cara de felicidad del niño no podía compararse con ninguna otra sensación observada durante aquel invierno, sus ojos lucían de una forma particular.

Las motas de nieve se pegaron a la ventana con envidia del pequeño abeto que captaba toda la atención y devoción del infante. Se acercaron más y más al cristal, revoltosas, subiéndose unas sobre otras para mirar al objetivo de sus celos. Ya los humanos no salían a disfrutar de la nieve, a rendirles honor y dejar que los copos acariciasen sus rostros. Las partículas se juntaron, nerviosas, traviesas, formando sin querer una masa blanquecina a la que se fueron uniendo más de sus hermanas. Las de más atrás apretaban a las primeras, y las recién llegadas no querían quedarse sin ver lo que tanto murmuraban las demás. El alfeizar se hizo demasiado pequeño para tanta concentración de curiosidad, por lo que la bola creada cayó al blando manto del suelo.

Durante horas la bola fue creciendo un poco más hasta que les fue imposible moverse. La ventana estaba lejos, las luces se habían apagado y apenas se veía el cambio de iluminación que se colaba al exterior en brillantes impulsos producida por el raro abeto. Tras un largo silencio, las partículas comenzaron a elaborar una nueva esfera encima de la anterior, lo que les llevó aún más tiempo dado el desorden de sus movimientos. Finalmente consiguieron erigir otra bola, pero no fue suficiente para alcanzar la ventana.

Con el amanecer llegaron desde el interior de la vivienda las impresionantes risas y gritos del pequeño niño. Las partículas se desesperaron, nerviosas, provocando el peligroso desequilibrio de la construcción. Tras la puerta de entrada se escuchó ruido, unos sonidos que alertaron a las revoltosas motas de nieve que intentaron aferrarse unas a otras para no caer, logrando tras varios minutos mantenerse inmóviles, justo cuando la puerta se abrió.

El niño salió corriendo arrastrando varios juguetes, disfrutando de los mismos bajo la mirada de sus padres. No tardó en darse cuenta de la extraña formación de nieve y por primera vez, las partículas notaron con gran emoción la mirada del jovencito. Pero el menor corrió hacia la casa abandonando sus juguetes en la apresurada huída para a continuación regresar con varios objetos a simple vista inservibles para jugar. Una zanahoria, que colocó en el centro de la bola más alta, dos ramitas que colgó a cada lado de la inferior, dos botones que situó encima de la anaranjada hortaliza. El chiquillo miró su obra, se desprendió de la bufanda y la enrolló entre las dos esferas. Sonrió, de tal manera que las partículas estallaron de emoción. El infante comenzó a bailar alrededor de su nuevo juguete de nieve, como lo había hecho la noche anterior junto al abeto, pero a él se unieron nuevos niños del vecindario sorprendidos por la curiosa formación.

Aquella mañana de Navidad, las más de tres mil millones de partículas de nieve fueron felices, creando el primer Muñeco de Nieve.

© Mª Teresa Martín González


viernes, 5 de diciembre de 2008

Una habitación en mi interior


Quizás se hayan acumulado ya demasiados libros sobre las baldas y estas soporten un peso superior para el que alguna vez fueron construidas. El ordenador está encendido, la pantalla muestra un fondo parpadeante y el teclado viste una ligera capa de polvo excepto en varias de sus teclas, desgastadas e invisibles. Queda un poco de café en esa taza tantas veces usada en los largos momentos de inspiración. Un murmullo, parecido a un zumbido resuena desde la lámpara que intenta por todos los medios mantenerse encendida. Desde el interior se aprecia el olor fresco y nocturno que a veces embarga el cuarto, ocultando el hedor a rancio y cerrado. Las cortinas se mueven al ritmo del viento que trae esa sensación de libertad que llega desde el jardín, y la única muñeca que aún resiste en las agotadas baldas se deja acariciar por las sedas que cuelgan revoltosas y reflejan sus colores en el cristal de las ventanas.


© Mª Teresa Martín González


domingo, 30 de noviembre de 2008

La victoria sabe a luto, la derrota a sangre

Ella frente a mí, impoluta, como nunca la había visto. Admiré su rostro y por primera vez supe que no lograría fundirme con su sonrisa. Las sombras proyectadas por las lápidas no parecían poder contrarrestar el esplendor de sus blancas vestimentas. Caminaba danzante, rozando con sus delicados dedos la piedra añeja, alejándose sin dejar de mirarme. ¿A dónde vas?, le grité. ¿A dónde vas que os retiráis de mi sin piedad, abandonándome?

Allí, hundido en mi propia derrota, rodeado de mis gloriosos antepasados y asediado por multitud de cuervos la vi marchar. ¡Victoria!, grité ahuyentando el ahogado sentimiento de fracaso. ¡Victoria! Repetí deseando verme de nuevo bajo su amparo, pero ella desapareció, mientras la tierra de mis ancestros resbalaba de entre mis manos y mi cuerpo vencido caía sobre la hojarasca, sin honor, sin nombre que recordara mi alma, sin más testigo de mi vergüenza que la sangrienta luna.

© Mª Teresa Martín González


sábado, 22 de noviembre de 2008

Al que acompaña

Que me digan que el viento no ha variado su rumbo, que el suelo se abra a cada paso indeciso, que las rosas pierdan su olor en el jardín que rodea mi hogar y que los sueños se borren de esta mente irracional. Yo susurro, conduciendo palabras sin sentido a quien quiera escuchar lágrimas surcando un rostro, yo camino a través de los pasillos que se hacen interminables laberintos, yo me alzo y me niego a ser devorada por la incertidumbre y la apatía.

Y siempre te tengo a mi lado, incondicional a mis desganas y fugaces huidas a esa tierra que nadie se atreve a atravesar conmigo.

Que me digan que el mundo se sume en el desastre, yo estaré allí para verlo desde mi atril de obstinación.

© Mª Teresa Martín González

domingo, 9 de noviembre de 2008

Un bicho en el escenario

Levantó la mejilla del atril sintiendo el pómulo izquierdo totalmente adormecido. Sobre las partituras observó un ligero rastro de lo que parecían ser sus babas, cogió el pañuelo bordado de su solapa y limpió con cuidado el texto musical. Se incorporó. Cerró de nuevo los ojos intentando evitar los ligeros pinchazos que comenzaban a recorrer su dolorido cuerpo, captando los sonidos de aquel auditorio, el olor de la madera vieja y de la cera de pino. Abrió los ojos, dispuesto a admitir en su mente la curiosa imagen que le rodeaba. Los instrumentos aparecían esparcidos por todo el escenario, algunos con graves daños, los músicos dormitaban –presos de la inconsciencia- junto a sus preciados tesoros, desordenados, con los trajes desgarrados y en posiciones difíciles de recrear en un cuadro de Picasso. Durante un instante caviló sobre lo ocurrido, hasta que una mueca transformó su rostro. Recordó con ironía lo sucedido: el ensayo iba perfectamente, la música embargaba cada uno de los asientos vacíos y los palcos adornados para el concierto nocturno. De repente el director de la banda convirtió sus delicados movimientos en incontrolables aspavientos. Entonces alguien gritó: “Un bicho” (debió de ser el tercer flautista, algo cegato y provisto de voz chillona), provocando la histeria. Los taburetes volaron, los instrumentos fueron usados de improvisadas armas y el piano de refugio para los más rápidos, los cuerpos se confundieron y algún infeliz colocó su violín en la cabeza de otro, desatando una gran pelea de una crueldad brutal y la dantesca escena resultante.

Con sigilo guardó su violonchelo, bajó las diminutas escaleras del escenario y se dirigió hacia la entrada a través del pasillo principal. Detrás algunos de los compañeros comenzaban a despertarse, lo notaba por los intensos quejidos que llegaban hasta él. Caminó rozando con sus manos el terciopelo de los sillones, sonriendo, acariciando la idea de ver los rostros de los señoritos y damas, fundidos en sus mejores galas y rizados bigotes, al quedarse sin su concierto de octubre en honor a ellos mismos, a su fatua vida y a la lujosa ignorancia que les vestía. Pisó las hojas secas que se habían introducido por la puerta de servicio, siendo arrastradas hasta la fastuosa entrada. Las miró, hermosas en sus colores otoñales aunque caídas de sus altares. Entonces se paró frente a un grupo de ellas. Allí la vio. Una iguana rechoncha, de un verde imposible y con unos ojos desorbitados retozaba sobre el cómodo colchón. Una carcajada salió de lo más profundo de su estómago, se agachó, recogió “al bicho” susurrándole amistosamente: “Tu y yo nos vamos a llevar bien. Hoy tengo una comida familiar y son bastante aburridas”.

© Mª Teresa Martín González

domingo, 2 de noviembre de 2008

El Cielo Blanco

La joven miró a través del marco curiosa por las nieves que cubrían la avenida. Podía ver como las fachadas blancas apenas se distinguían y los tejados habían cobrado una considerable altura que peligraba la estructura de todos y cada uno de los hogares. No obstante la Iglesia permanecía altanera, mostrando su brazo desafiante. Sobre sus tejas no había ni una sola partícula de escarcha y eso le llamó la atención, es más, su cruz brillaba como si el sol, desaparecido en toda la escena, reflejase sus rayos sobre el metal. Acercó la nariz. No le resultaba difícil apreciar el olor a invierno, a castañas asadas y a leña. Entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo. Desde una de las ventanas de las viviendas más lejanas una pequeña figura observaba a través del cristal, parecía triste, solitaria, pero el contorno que se perfilaba en la distancia parecía lucir con la misma luz que la cruz de la iglesia.
−Elisa, vamos, no te quedes ahí parada –susurró la señorita Olvido cogiéndole de la mano-. Son las doce y aún nos quedan muchos más cuadros que ver.
Las dos caminaron por el largo pasillo dedicado a la artista Julia Martín.
−Fue una pintora un tanto loca –susurró despectivamente la institutriz notando la reticencia de su pupila en abandonar la sección. No hay duda que le faltaba más de un tornillo cuando pintó “El cielo blanco”.
−¿El cielo blanco? –repitió Elisa logrando que ambas se detuviesen.
La señorita Olvido miró a su alrededor, entrecerrando los ojos. Una vez que se quedaron solas se colocó las gafas que constantemente resbalaban por su nariz y suspiró.
−Julia Martín fue una gran pintora de su época, hasta que… -la institutriz se detuvo, sorprendida por el rostro de Elisa, la joven nunca había puesto tanta atención en ninguna de sus lecciones-. Fue una gran artista, decía, hasta que su hija murió. Durante años se dedicó a destrozar todo aquello que pintaba. No existía lienzo que sobreviviese a su desesperación y angustia. Un día, más de veinte años después y siendo ella una anciana creó El Cielo Blanco. Cuentan los eruditos, grandes entendidos en el tema, que la figura que se aprecia en la ventana es la imagen de su hija. Otros, menos dados a la realidad y creo yo que profundamente perturbados, han sembrado el rumor de que de vez en cuando el espíritu de Julia se reúne con su hija en el cuadro.
Elisa retrocedió corriendo dejando atónita a la señorita Olvido. Observó de nuevo a través del marco, de las calles, de las casas, y allí, dónde hacía unos minutos había una silueta, ahora se reunían dos en un agradable abrazo. “Intentaste crear un paraíso para estar con tu hija, y al final lo lograste”. El cielo pareció tomar otro cariz permitiendo que las grisáceas nubes mostrasen un sol, aunque pálido, reconfortante, haciendo que la elevada cruz y aquella solitaria ventana brillasen con una inexplicable pureza.

© Mª Teresa Martín González

viernes, 24 de octubre de 2008

A los amores que nunca se olvidan

La dama alcanzó a verle a través de los asistentes. Casi cuarenta años después del incidente y tenía que encontrárselo en aquellas circunstancias. Se arregló el cabello mientras se acercaba, colocando un mechón suelto en el interior del pasador de plata..

—Parece más joven –le susurró un muchacho a su lado, desprendiéndose restos de un chicle de la solapa.

—No lo sé –musitó percibiendo el nerviosismos de los dedos de su acompañante que se afanaban en ocultar el agujero realizado al traje-. Son muchos años los que me separan de la última vez que le vi. En aquel entonces mostraba una gran melena. Sus cabellos siempre estaban revueltos y era bastante descuidado y torpe. Pero eso me fascinaba de él. Ahora parece un gran señor, sereno, altivo y con un gran porte.

El muchacho rió mientras golpeaba ligeramente en la madera chapada.

—Tantos años y le aseguro que no cambió ni un ápice. No me equivoco cuando digo que durante este tiempo siempre la tuvo en su memoria.

—Lo dudo. La última vez que hablamos fui muy cruel con él. Nos queríamos, pero cada uno teníamos intereses y perspectivas del futuro bastante distintas.

—Insisto, la tuvo en sus pensamientos mientras ese delicado corazón le falló por última vez –el joven siguió golpeando la madera en un ritmo conocido, mientras que con la otra rozaba la suave seda del interior de la caja.
—Le echaré de menos -sollozó la dama escuchando el repiquetear que comenzaba a convertirse en una melodía,una canción que alguna vez bailó-. Echaré de menos esa mirada, esos ojos azules.

Entonces el muchacho, por primera vez levantó la cabeza mostrándole el rostro. Ello notó una cara conocida, y unos ojos, unos ojos que nunca había olvidado.

domingo, 31 de agosto de 2008

LILITH 4 FINAL

Un grito desgarrador recorrió todo el campo de batalla, pronunciado con rencor y odio. Enkidu miró la espada Verjum que Iselor había introducido en su pecho, atravesándolo, quebrando su pútrido corazón. Sus ojos vencidos por la vergüenza y la rabia observaron incrédulos al joven inexperto que le había derrotado. Las huestes malignas detuvieron su paso, mientras una luz sobrenatural comenzó a invadirnos, ocultando las sombras por un momento, llenándonos de paz, e inculcando en mí un nuevo sentimiento. El negro sucumbió en esta larga noche, donde la luna, tan presente en el largo viaje, iniciaba su descenso. No temí por el amanecer, no temí por el futuro. La profecía se había cumplido y la victoria ganada con honor quedaría gravada en los libros de las grandes hazañas.

El día llenó el horizonte dando calor a los cuerpos cansados de nuestros aliados. Mis ojos lloraron, una acción tan olvidada como impropia para un vampiro como yo. Pero aquella recompensa que se me brindaba, aunque fuese por una vez, me abrigaría cuando mi cuerpo tuviese que caminar de nuevo entre las tinieblas.

Las voces de los hombres oraron por los caídos y se alzaron para proclamar una nueva era. Vagué entre los amigos yacidos en el suelo, notando en mi piel la sangre derramada, mientras que la vertida en mis ropajes desaparecía con cada paso. Tomé la mano de Kain, fiel compañero y adalid de mi propio destino. Él descansó su lacerado cuerpo sobre mi hombro, levantándose y sonriendo pese a la mueca de dolor.

El cuerpo del demonio desapareció llevándose consigo toda la maldad. Iselor alzó la espada Verjum, que poco a poco se desvaneció entre sus manos en un adiós que le condujo al campo del reposo eterno de los héroes. Pude sentir la congoja que invadía a mi amigo. Nos miró sin embargo posando un puño libre de duda o temblor alguno sobre su pecho y entonces lo entendí. Entendí los sueños, los designios, los cruces del camino y las profecías milenarias, viendo en aquel joven el rostro de la esperanza y el futuro.


En la despedida un aliento, una brisa que remueve mis cabellos meciendo una melodía, una cajita de música, mi alma.

domingo, 20 de julio de 2008

Hoy he soñado...

Hoy he soñado que las piedras inundaban mi hogar. Multitud de escombros dificultaban mi paso y alguien me murmuraba en la distancia frases que no alcanzaba a comprender. He soñado que era un príncipe con un destino, una obligación que cargaba mis hombros. Mientras ese otro yo escribía constantemente en un cuaderno sus sueños, las voces no dejaban de rozarme, empujarme, rindiéndome pleitesía pero a la vez aislándome de mi verdadero espíritu. Y entonces vi sus figuras, sus labios, sus ojos y sus cuerpos rodeándome. De sus bocas salían palabras que al alcanzarme se transformaban en las rocas que poco a poco cubrían todo, que poco a poco me lapidaban en un sepulcro sin salida.

Hoy he soñado con un horizonte cargado de dificultades, un mañana que despierta nublado, una pluma que se queda sin tinta cuando llega el final del cuento, mientras aquellos que consideraba aliados encadenan mis pies a este lugar sin esperanza, en esta prisión de olvido y sinrazón.

domingo, 13 de julio de 2008

En esta estación...

En esta estación me hundo, en esta estación perpetúo tu imagen en las cabinas adoquinadas, donde me expiden pasajes ya caducados para este viaje sin sentido. Los charcos que se forman alrededor reflejan con deformidad este cuerpo que ya no sirve para agarrarte en la distancia. Las vían quedan cerca de las intenciones de lanzarme al vacío. Tu tren, demasiado lejos para que mis cartas lleguen.

Temo que los sonidos a óxido y metal provienen ahora de mi interior. No hay más complice junto a mi asiento, no hay ventanilla en la que marcar nuestros nombres.

En la lejanía oigo ese silvido constante que avisa la llegada de mi transporte, pero nunca acaba de pararse junto a mi. Cuándo, ¿cuándo valdrá ese billete lo suficiente para canjearlo por mi vida?

domingo, 29 de junio de 2008

EL CREADOR DE SUEÑOS

Siempre supinos que la carga que su corazón soportaba, iba más allá de lo que cualquiera de nosotros hubiese podido resistir, pero no de lo que nos podríamos imaginar. Sobrellevaba con altanería su cargo, elegante en la austeridad del oscuro rincón de su despacho, vigilante, astuto y sagaz, dispuesto a hundirnos en la miseria con un simple toque de su pluma, llevarnos a la horca, o alzarnos como reyes en nuestro pequeño trono de la Villa. Su pasión consistía en robar espacio al papel con su tinta, desdeñar las horas de sol para hundirse en la noche sobre el raso de su nada pulcro escritorio. Donde se confundían los informes y edictos, las cartas y recomendaciones, él planificaba viajes y sopesaba destinos, cortejaba a alguna dama en edad de merecer o incluso se dejaba mecer por el viento. Aquella singular pluma sobre su avejentada mano nunca temblaba cuando se dejaba llevar por su imaginación, excepto la víspera de su marcha.

Su nombre, patrimonio de risas y chistes en aquel entonces, acabó olvidándose de nuestras mentes, no así su rostro aguileño ni sus claros ojos. Su sombrero de ala ancha había ocultado un bonito rostro antaño, según confesaban las ancianas de la Villa. Pero la figura que ahora escondían sus flotantes ropajes negros, encubrían un cuerpo enjuto, consumido y descarnado. La primera vez que crucé palabras con él, me pareció una voz surgiendo de lo más profundo de una iglesia y que crecía al alcanzar una gran bóveda.

―Sois aquel que sembré y vengo a recoger mi fruto ―Dios sabe que desconocía el trasfondo de aquellas palabras, y menos que se pudiese referir a mi insignificante persona.

―¿Queréis probar? ―iluso de mí pensaba que querría comprarnos alguna de las frutas salvajes. Por aquella época estival, los niños de lugar solíamos recoger vallas en el bosque y venderlas por unas cuantas monedas en un rincón de la plaza. Jadón “el marino”, el dueño del mesón, nos dejaba llevarnos una de las mesas a cambio de no molestar a la clientela más selecta en la terraza. Nadie supo decirme nunca de la razón del seudónimo del mesonero. Jadón nunca cogió barco alguno ni se alzó a la mar, de hecho, a mi corta edad, aún no conocía a nadie que hubiese viajado a otras tierras. Quizás debido a ello y a mi desmesurado interés por las cosas desconocidas, siempre tuve una capacidad innata para la imaginación―. Cualquiera de vuestras monedas será bien recibida por nuestra bolsa.

El hombre sonrió, o al menos el rictus reflejado bajo el ala de su sombrero, podría haberle parecido a un niño inocente como yo, algo distinto a lo que realmente formaban sus cansadas facciones.

Aún recuerdo perfectamente ese día, el único en el que se dignó a pasear bajo el cielo azul. Varias horas después me encontraba en una de sus sobrias habitaciones de invitados, sorprendido, emocionado y un tanto asustado, aquel hombre tan atrayente y extraño me había elegido como aprendiz, pero, ¿aprendiz de qué?

Los años pasaron con la misma rapidez que yo arrancaba las hojas del almanaque. Mi maestro dormía prácticamente todo el día encerrado en su habitación y en las noches se introducía en aquel habitáculo que él llamaba despacho.

El tiempo transcurrió de igual modo para mí, convirtiéndome en un joven apuesto y bien vestido, alimentado y educado, galán de las jovencitas de mi edad y líder de mi grupo de amigos. Sin embargo, en todo este tiempo ninguna enseñanza especial recibí de aquel hombre que pagaba mi sustento. Cada vez me cruzaba menos con él en los pasillos de aquella vetusta mansión, y mis salidas se fueron reduciendo por orden suya. El aburrimiento hizo mella en mí, así que comencé a fijarme más en el lugar que me rodeaba. Numerosos cuadros adornaban las descoloridas paredes, en la mayoría de ellos se mostraba una mujer de hermoso rostro, en otros, la infantil imagen de una niña en jardines utópicos. Las pinturas eran de gran calidad, pero parecían demasiado descuidadas y polvorientas, de hecho, las cortinas parecían polvorientas, la chimenea parecía polvorienta, mi habitación parecía polvorienta, toda la casa parecía haberse sumido en pocas semanas en el olvido y la dejadez, o quizás siempre se mantuvo así. Jamás me había preguntado antes quien se encargaba de la limpieza, de plancharme los trajes o de preparar la comida. Él seguro que no, pero entonces fui consciente de algo, que durante aquella larga década junto a mi maestro, nunca vi a nadie más en aquella casa.

Una terrible curiosidad me invadió. Mientras mi maestro dormía, me introduje en una de las habitaciones prohibidas, su despacho. Multitud de papeles consumían la estancia. El suelo, las estanterías, los armarios y los sillones, todo mobiliario aparecía cubierto de papeles escritos en una tinta negra que brillaba con los rayos solares, centellas que penetraban en la estancia a través del ventanal. Me acerqué con intención de tocar el escritorio, sin embargo, rehice mis pasos cuando en uno de los papeles cercanos visualicé un nombre, “Rosalín”. El nombre de la muchacha más hermosa y dulce de la Villa, sus ojos me habían encandilado tiempo atrás.

Rocé con mis manos cuidando de no estropear el fino papel y comencé a leer. Aquellos escritos hablaban de la misma Rosalín que caminaba conmigo los domingos a misa, y me sonreía tras su abanico en los festejos. Agarré otro papel a mí cercano, Lastax, Hujin, Marlenio, Jadón, todos ellos tenían su reflejo en los escritos y en todos ellos se relataba algo de sus vidas.

La ventana se abrió de manera brusca y el viento voló algunos papeles. Tras la colina se retiraba el sol, tardaría poco en anochecer y la decisión de continuar allí no parecía mejor que la de volver en otro momento.

Así lo hice, todos los días atravesaba como un ladrón a hurtadillas la ruidosa puerta de roble que me separaba de aquel cúmulo de historias. Comprendí entonces que mi maestro relataba las experiencias de mis vecinos, algunas demasiado íntimas como para que él las conociese. Seguí rebuscando, incluso hallé la narración del día que mi maestro me acogió en su hogar, pero no sólo eso, mi nacimiento, mi cumpleaños, mi primer beso a escondidas, todo aquello se había plasmado por su mano en aquellas hojas. Entonces un atardecer lo vi. La tinta aún permanecía fresca, leí asombrado y susurré las últimas palabras plasmadas, “La esperanza no es más que un vano intento de mendigar paz.”

Mi curiosidad se transformó en una enfermiza desconfianza. Una noche me decidí a entrar en su habitación mientras él escribía en el despacho. Las sombras cubrían todos los pasillos, pero no me atreví a encender vela alguna que descubriera mis intenciones. Escuché tras la puerta del despachó. Silencio. Continué. La habitación se encontraba en el ala oeste de la mansión. Caminé sigiloso, ansioso e imprudente hacia la alcoba de mi maestro.

Me introduje. Dos candelabros presenciaban la estancia sobre un enorme escritorio de madera reluciente. Ninguna cama sobre la pared, o armario que guardase ropa. Allí no había más que un mueble en el centro y multitud de más papeles junto a uno de los pies de la mesa y otro montoncito encima de la tabla. Algo más llamó mi atención, el retrato de una familia enmarcado en nácar destacando entre los dos grupos de velas. En la imagen sobre el satén, un hombre apuesto y de ojos claros rodeaba con sus brazos a una mujer y a una niña, parecían muy felices.

Bajo una extraordinaria pluma, cuya punta artesanal aún permanecía manchada de tinta, halle su secreto. Leí las paginas, sorprendido, asustado y nervioso. Cada párrafo narraba acontecimientos de un futuro cercano, pareciese como si cada uno de los ciudadanos de aquella Villa tuviese su destino allí plasmado. El próximo catarro de uno, la boda de otro,…

Tiré las hojas, no logrando comprender que macabra diversión ocupaba el tiempo de mi maestro.

―No te asustes por lo que ven tus ojos ―la voz de mi maestro sonaba cansada y lejana, distinta.

El se acercó. Avergonzado por mi intrusión y su inesperada aparición, retrocedí por instinto, sintiéndome ridículo ante aquel individuo al que sacaba dos cuartas.

―No siempre fue así ―confesó mientras cogía el pequeño retrato―. Todo cambió cuando ella…

Su voz se apagó por instantes.

―Decidme, explicadme qué es toda esta absurda historia ―quería enfadarme, pero la congoja me atrapaba―. Quiero saber….

―Y sabrás ―me interrumpió con voz cansada.

Pasaron varios minutos hasta que se atrevió a comenzar, tiempo suficiente para que yo me relajara.

―Son los sueños lo que nos hace vivir. Las metas suponen un lazo entre la vida y la desesperación. El abandono no es más que la huella que deja la falta de estímulos, el hueco que deja el olvido de uno mismo, la sinrazón. Sembramos una semilla y la regamos, deseando que ésta crezca y florezca, pero cuando pasa ese instante, dejamos de alimentarla, porque nada cambia, nada es más bonito que ayer.

―No sé qué diablos me estáis contando ―protesté.

―Yo la amaba ―gimió mientras rozaba con su esquelético dedo el rostro dibujado de la mujer―. A ella siempre le habían gustado mis poemas, mis cuentos y novelas. Decía que llegaría muy lejos. Una noche de luna plena y baile de estrellas, le grité…gritamos. Yo quería viajar, tenía aspiraciones, sueños que cumplir, lugares que visitar y gente a la que conocer. ¿Cómo iba a ser un buen escritor si no conocía nada del mundo? Pero ella no lo comprendía, adoraba la Villa y su vida sencilla, quería que nuestra hija creciese en aquel lugar pequeño y alejado de cualquier sitio.

»Una madrugada marché, demasiado temprano para el canto del gallo y demasiado tarde para que nadie pudiese interrumpir mis pretensiones. Pronto, el deseo de verla se calmó con la visión del mar y el suave traqueteo de los carruajes, de las enormes extensiones de llanura verde y los formidables edificios de la gran ciudad. Me olvidé, he de reconocer, me olvidé que la amaba, y que ella era y siempre había sido mi principal sueño, mi principal ilusión, mi fuente de inspiración.

»Todos los diarios escribieron sobre el acontecimiento. “Una perturbada incendia un pueblo y después se suicida. No han quedado supervivientes.” Pero ella no era ninguna trastornada. El loco fui yo, ¡yo era el maldito que le había llevado a la muerte! Mi Rosalín.

Rosalín, repetí en mi mente, y entonces me asusté por el asombroso parecido que tenía la mujer del retrato con mi joven amada.

―Tardé varias semanas en llegar a la Villa ―continuó―. Todo estaba devastado, todos se habían ido, se habían muerto, incluida mi pequeña hija. Vagué entre los troncos quemados y las calles arrasadas hasta llegar al que fue mi hogar. Y allí lloré, grité, peleé con mi alma, maldecí y me odié, me odié porque yo era el causante de toda aquella catástrofe ─se alejó de la luz de las velas, acercándose a la ventana, permitiendo que su imagen se reflejara en el sucio cristal─. Finalmente caí rendido sobre lo que había sido nuestra alcoba de matrimonio ─mi maestro abrió los brazos, señalando toda la habitación─, justo donde estamos ahora. Y cuando desperté, me encontraba en mi hogar, sin destruir, en esta otra habitación ─el hombre se encaminó hacia una puerta que me había pasado desapercibida hasta entonces. La abrió, y como si fuera obra del diablo, aquella abertura comunicó con el despacho de mi maestro ubicado en la otra zona de la mansión─. Sobre mi escritorio encontré una pluma de escribir y un bote de tinta. A los dos objetos los acompañaba una nota: “La esperanza son pequeños retazos de vidas que queremos sentir, de sueños que deseamos cumplir. El olvido es un candado que cierra los corazones humanos. Los recuerdos una llave que habré las heridas del pasado. Te ofrezco el dolor y la puerta a la esperanza, pero también la redención y la paz”. Firmaba Rosalín. En un principio no comprendí aquel mensaje y el porqué la casa estaba en pie. Pero comencé a escribir y todo se aclaró.

Aquel hombre estaba delirando. ¿Cómo pretendía que creyese tan absurda historia? Pero aún me quedaba más por escuchar.

―El pueblo seguía como lo había dejado meses atrás. Sus calles limpias y sus gentes sanas y alegres. Pero yo tenía un deber, la obligación de ofrecerles a aquellas personas lo que yo tanto había reivindicado, sueños, motivos por los que despertarse cada mañana. Todo aquello que escribía se cumplía, podía escuchar sus pensamientos y sus conversaciones y corroborar que se plasmaba en sus vidas lo que yo establecía. Y así lo hice durante mucho tiempo, tanto que mis huesos se hallan cansados y mi corazón débil. ―entramos en el despacho y sin soltar la pequeña pintura enmarcada, rebuscó entre los papeles―. Estaba bien jugar a ser Dios, pero me entró una duda, quería saber que soñaban cuando dormían, cuales eran sus inquietudes. Fue entonces cuando supe que había errado en mi conducta, que siempre había estado equivocado.

Se agachó, recogiendo un papel que aparentaba ser muy antiguo.

―Qué es lo que descubrió ―quise saber, un poco más interesado en el imaginario cuento de mi maestro. Si me estaba probando, no iba a conseguir atraparme en su juego. Me resistía a creerme toda aquella historia, sin embargo, reconocía que no existiría relato creíble para explicar lo que yo había descubierto en aquellas habitaciones.

―Sus pesadillas ―esta vez la mueca que realizó si fue un amago de sonrisa, una sonrisa lacónica y triste.

―Las pesadillas ―repetí.

―Sí. Las pesadillas. Descubrí que aquellas gentes que yo iba moldeando a mi antojo tenían sus propias ilusiones, y no precisamente grandes cosas como yo les iba designando, sino pequeños deseos como el ver crecer a un hijo, llevar un bonito vestido a la fiesta de Pascua, compartir un bizcocho con sus amigos o disfrutar de un bien día junto al río. Los sueños que yo les daba, anulaban aquellos que debieron de haber tenido, convirtiendo esos deseos propios en resquicios del subconsciente, mortificándoles cuando dormían.

«Mis visitas nocturnas se hicieron habituales, mientras disimulaba que escribía en el despacho espiaba sus pesadillas, y por la mañana plasmaba su futuro. Sin embargo las pesadillas no cesaban y nunca han cesado, porque ellos están muertos, y jamás cumplirán sus sueños.

Aquello me confundió, si es que no lo estaba ya por completo. Seguí a aquel hombre que para mí era aún más desconocido de lo que siempre fue. Nos introdujimos nuevamente en la habitación de los dos candelabros.

―Entonces… ―tuve miedo de preguntar―. Yo…. ¿Quien soy?

―Una noche recordé parte de la carta, algo que aún no te he contado ―supuse que mi pregunta se haría esperar-. La tinta, todo el poder estaba en la tinta. La carta establecía que cuando el bote de tinta llegara a la mitad, el que había sembrado debería recorrer el dolor para poder olvidar. Fue cuando llegue a comprender las primeras palabras de Rosalín. Los recuerdos, el dolor, los sueños y la esperanza.

Me miró fijamente, apreciando mi anonadado rostro.

―Rosalín no me ofreció el paraíso, sino su particular venganza. Yo debería sufrir y sentir todos aquellos sueños que les fueron negados a ellos. La Villa, lo que tú llamas tu hogar, no existe. Es solo un triste reflejo. Tú eres el que yo había sembrado.

Recordé las primeras palabras que escuché de él.

―Tú eres yo.

Era el colmo. Demasiadas sandeces en una sola noche. Caminé hacia la puerta que conducía al pasillo, pero algo, supongo que el deseo de escuchar el final de aquella historia, me detuvo.

―Continuad ―insistí.

―Como intentaba explicarte, somos la misma persona ―su cansancio aumentaba notablemente―. Aunque en realidad…. ―sonrió―, perdón, he equivocado mis palabras pues ya no se que es realidad y que no. Quise decir, que la verdad es que tú no eres más que el reflejo de lo que yo quise ser, incluso has elegido a la misma mujer que yo.

―¿Rosalín?

Volvió a acariciar el retrato de su mujer.

―Ella siempre ha estado conmigo en este… ¿lugar? En fin, tú eres por eso lo que yo sembré y has de cerrar el ciclo de esta maldita existencia. La tinta hace días que roza su ecuador, ahora te toca a ti lo más difícil.

Le miré interrogante. ¿Yo? Que sabía yo de maldiciones y lugares malditos, además, no se suponía que yo no existía, que era un simple reflejo.

―El olvido es un candado que cierra los corazones humanos. Los recuerdos una llave que habré las heridas del pasado. Te ofrezco el dolor y la puerta a la esperanza, pero también la redención y la paz ―repitió las palabras de su Rosalín―. Yo he cumplido mi parte, tú debes abrir los recuerdos, el dolor del pasado y cerrar cada herida.

Yo estaba perplejo. Aún recuerdo sus palabras, el tono cansino de su voz y aquella mirada incisiva.

―Escribe cada uno de los recuerdos, de los hechos que hemos vivido, experiencias buenas y malas. Cada cosa que escribas se olvidará a continuación para los muertos, pero quedará en la mente de cada uno de aquellos que nos quisieron en vida.

―¿Y que pasa con los muertos? ―quise saber.

―Eso lo descubrirás cuando termines tu tarea ―se acercó. Nunca le había tenido a tan escasa distancia―. El sufrimiento te acuciará en algunos momentos, los recuerdos son dolorosos a veces, pero confío en ti. Además, no estarás solo.

Mi maestro se acercó a una de las esquinas más sombrías y allí quedó, sujetando el retrato de su familia. Cerró los ojos y suspiró, fue entonces cuando por un instante pude ver en su rostro la lozanía del hombre que fue antaño.

Al día siguiente desperté en el suelo de la alcoba transformada. De mi maestro no hallé rastro, salvo una anotación realizada con mano temblorosa y con la tinta especial sobre un pergamino muy antiguo, en la que decía:

“El cenit antecede a la luz, el mar a la tierra.

Para Él fue la última sombra,

pero nadie le vio desembarcar en la noche.”

Sin duda pertenecía a su último designio y también a su despedida.

Agarré con delicadeza la pluma e introduje con ligero nerviosismo la plumilla en la tinta negruzca, eligiendo el primer recuerdo a ser borrado en este lugar maldito, y entonces escribí un nombre, su nombre, el cual fue olvidado para siempre.

martes, 3 de junio de 2008

EL AVE DE NEPAL

Notaba la losa húmeda bajo mis pies descalzos aquel amanecer de noviembre. Las gotas resbalaban de los tejados multiplicándose al llegar al suelo. Me gustaba esa sensación de frescor, el olor a milenio y tiempo, a historia, a la caricia de la paz que amenizaba mi caminar, y esa constante música que para mí formaban los rezos de mis hermanos. La vieja Katmandú apenas había despertado, pero yo ya me había osado a recorrer los rojizos muros del templo, intentando escuchar el rumor del río Vishnumati en la distancia, y la voz de las eternas montañas, que como el suelo que pisaba, resistían a los cambios de humor de la tierra.

Escuché por tercera vez el sonido del gong, mis pasos se aceleraron y los latidos se precipitaron al ritmo de las vibraciones del habitual llamamiento. Corrí, recitando mis oraciones, cerrando los ojos, conociendo perfectamente cada metro, cada rincón y cada piedra de aquel hogar, antiguo pero resistente. Entonces lo escuché bajo mis pensamientos, disimulado por los rezos de los monjes y el murmullo matinal. Me paré sin abrir los párpados, dejándome llevar por aquel sonido, localizándolo, explorando cada sinfonía de sus notas, cada palabra sin ser palabra, y una vez notada su presencia me atreví a mirarlo. El reclamo procedía de una hermosa y extraña ave cuyas plumas grisáceas y marrones no quedaban deslucidas entre los colores del lugar. Silbé aclamando su atención, vergonzoso ante la burda comparación de mi ruido con el canto del nuevo miembro de la comunidad. Alcé mi brazo queriendo rozar su pequeño cuerpo, retenerlo, guardarlo para mí. El ave se giró permitiéndome admirar el pulcro plumaje de su pecho, observó el movimiento de mi mano y emprendió el vuelo ocultándose tras los tejados, perdiéndose en la libertad.

Durante días mantuve la esperanza de volverlo a ver y preguntándome si de no haber querido encerrarlo entre las rejas de mi egoísmo, aún permanecería embargándonos con su magnífica y singular presencia.

jueves, 29 de mayo de 2008

LILITH 3

En el lugar se apreciaba un fuerte hedor a muerte, sacrificio, a rencor y olvido. Pero la esperanza que portaban los hombres de bien, engañaba al oscuro designio, llenando de esperanza el interior de cada uno de nosotros. Mi piel, vencida por el cansancio de los milenios, recibía con extraña aceptación el candor y luz que se había formado a nuestro alrededor. Por última vez escuché las notas que con parsimonia surgían de la caja de música, sintiendo nuevamente que la sangre volvía a bañar mis ociosas venas. Miré a mis compañeros de aquel largo viaje que llegaba irremediablemente a su fin, así como al joven Iselor, el verdadero héroe de aquella perturbadora profecía. Finalmente me crucé con la mirada de mi fiel compañero Kain, serena, segura, impaciente, y supe sin lugar a dudas que la lid que se aproximaba no sería la última en la que participaríamos unidos. Noté el frescor de la tierra húmeda bajo mis pies descalzos y una ligera brisa nos rodeó por un momento atrapándonos en un huracán de sensaciones, aislándonos de la fría mirada de nuestro enemigo.

La voz de Iselor alentó a las tropas, la luna perenne durante varias semanas se tornó roja, las manos de aquellos que lucharían por un futuro asían firmes las armas. Los ojos ardían puestos en la batalla, nuestros corazones en un nuevo amanecer.

sábado, 24 de mayo de 2008

El asalto y el sabueso

"sssssssssssss"

Santi salió serpenteando a través de la solitaria salida, susurrando apenas sin saliva y dejando un rastro de sal que surgía del nauseabundo saco. Sólo tendría que saltar los tres escalones y sobreviviría al desafortunado encuentro.

Tres salchichas y dos lonchas de salami sumaban su especial hurto en aquel asalto inesperado al hostal de Madame Sabrina. El sabor de las delicias escondidas en la despensa, le habían sacado por un momento de su desesperante hambruna, saciando durante escasos segundos el espacioso estómago.

Sin mirar sobre su hombro y perseguido por su sombra, Santi sacó un escalpelo subastado entre los indigentes del Salón de la Bebida y sumado a las escasas pertenencias valiosas, simulando ser un esgrimista mientras asimilaba con sufrimiento que el sabueso de la Dama le seguiría mientras no soltase las estupendas salchichas.

viernes, 16 de mayo de 2008

UN RINCÓN EN EL PARAÍSO

XIV CERTAMEN LITERARIO "PLAZA DE LA LIBERTAD"-MOTRIL 1º PREMIO

María preparaba con tesón unos jugosos tomates para la ensalada, mientras Manuel tejía una cesta con el mimbre recogido durante la primavera. Aún recuerdo el imperioso caserío, en cuyo interior se fundían el olor a esparto, madera y pan recién horneado. Las gruesas paredes de piedra permitían que aquellos veranos no se hiciesen tan calurosos. Pese a que aquel idílico lugar lejos de la ciudad, rodeado de montañas y un verde casi extraño a la paleta de colores de cualquier pintor, se ubicaba en una zona privilegiada de los bosques norteños, parecía que portábamos siempre en nuestra maleta parte del agosto del Sur.

Mikel y yo nos refugiábamos en el ático buscando las arañas “pataslargas” que se escondían entre la multitud de objetos olvidados en aquélla estancia. María después nos preguntaba qué hacíamos allí arriba tanto rato. Nosotros nos mirábamos cómplices de nuestro delito mientras escondíamos el bote de cristal lleno de nuestras presas. Manuel nos guiñaba un ojo, pues él era quien nos indicaba los mejores rincones para capturar a los inocentes insectos. El tiempo durante aquellos veranos pasaba inadvertido para nosotros, repleto de juegos, aventuras, excursiones al río y en general de experiencias que jamás he olvidado. Mis padres regresaban a principios de septiembre, casi cuando mi mente ya había empezado a reemplazarles por el cariño de aquellos dos ancianos que con tanto tesón me cuidaban. Entonces yo les avasallaba narrándoles todas mis hazañas y las cosas aprendidas, mientras ellos me miraban simplemente con una sonrisa como si entendiesen perfectamente de lo que les estaba hablando.

Pese a que las vacaciones llegaban a su cenit, los últimos días siempre eran los que más me gustaban. El otoño se anticipaba en la zona y los adultos nos obligaban a cambiar nuestros bañadores por la rebeca. Mikel y yo nos introducíamos entre los abetos y las ayas para escuchar el singular sonido que provocaba el viento en su travesía entre las ramas. Nos agarrábamos de la mano y cerrábamos los ojos deseando comprender un lenguaje oculto en la naturaleza que nos revelase y aclarase todas las dudas que nos surgían a aquella tierna edad. A decir verdad, muchas son las cosas que he ido comprendiendo a medida que crecía, pero otras tantas aún quedaban en un pequeño rincón deseando ser regadas con respuestas.

Mucho tiempo después, rondando el año 1989, acababa de pasar un duro momento tras la muerte de mi hijo. A raíz de aquello mi matrimonio se tambaleaba y yo no lograba darme cuenta de que debía de luchar por lo que aún me quedaba. En lugar de intentar levantar un hogar que había quedado vacío de alegría y candor, escapé de la situación, huyendo al único lugar donde imaginaba que podría encontrar respuestas. Dieciocho largos años me separaban de mi último verano en el caserío, pero he de reconocer que descubrí, si no las respuestas que ansiaba hallar, si una paz que fue mi bandera para continuar con mi vida.

Mientras avanzaba por el sendero que conducía a la vivienda, observé las montañas y el bosque de una forma distinta. Parecía como si el tiempo no hubiese transcurrido, el paisaje permanecía perenne en su hermosura, pero para mi había una primera vez. Jamás había visitado la zona en pleno otoño, con las hojas cubriendo la hierba y los árboles llenos de naranjas, rojizos y ocres, así como algunos verdes que aún deslucidos, se resistían a dejarse invadir por los fieles colores de finales de octubre. El corazón se aceleró cuando alcancé la puerta del caserío. De la chimenea surgía un constante humo y desde el exterior pude apreciar el olor a castañas asadas, leña y hogar. Llamé con fuerza pero con cierto temor. Tras la puerta se escucharon unos rápidos pasos, la madera crujió al descorrer el cerrojo y a un niño salió a mi encuentro. Mientras me quedaba bajo el umbral absorta por la imagen de aquel jovencito que se parecía enormemente a Mikel, dos voces me llamaron obligándome a pasar. María preparaba la mesa colocando con delicadeza una vajilla de flores sobre un antiguo mantel de cuadros rojos y Manuel cocinaba junto a la leña, azuzando con energía la lumbre. A pesar de que sus cuerpos me resultaban más menudos y menguados, ambos conservaban el rostro risueño de antaño y con los primeros abrazos me reencontraron de nuevo con el cariño que en la infancia me habían dispensado.

Aquel niño tan agradable pero que me miraba con cierto recelo se llamaba Samuel, y era el hijo de Mikel, así como Sandra, una pequeña niña de piel sonrosada que dormía plácidamente en el desván y que una vez sentada a la mesa no paró de enumerarme los extraños objetos que había encontrado allí arriba. Me contaron que llevaban viviendo en el caserío varias semanas y que Mikel llegaría dentro de algunos días. Sus voces variaron a un tono que Manuel pronto disimuló ofreciéndome más ensalada, pero pude advertir cierta tristeza.

Efectivamente, cinco días después llegó Mikel acompañado de una lozana mujer, Ane. La forma de llegar sin embargo, me impresionó sobremanera. Ambos bajaron de una ambulancia junto a una enfermera que acompañó a Mikel a una habitación donde le acomodaron. Yo me quedé apartada de aquella escena, muda, temerosa de preguntar, mientras los niños abrazaban a su padre y los asistentes adornaban la estancia con monitores, máquinas y demás material médico.

Cuando todos abandonaron la habitación yo aún permanecí sobre el último peldaño de la escalera, tanteando con el índice la madera de la barandilla hasta que oí a mi viejo amigo: “Taco, ¿piensas quedarte ahí toda la tarde?” Me sorprendió que me hubiese reconocido. Aquella frase me llenó de forma especial, parece una tontería, pero volver a escuchar después de tantos años mi apodo en boca de quien me lo puso me rejuvenecía, me trasladaba de nuevo a un mundo sin preocupaciones, sin dolor. Me acerqué y le tomé la mano, casi temerosa de acariciarle, pero él se incorporó y me abrazó. “Me estoy rompiendo, pero aún puedo ahogarte con un abrazo después de tantos años”.

Durante los días siguientes me fui poniendo al tanto de la enfermedad de Mikel, de su vida, y de que tras muchos intentos de derrotar al cáncer, había tomado la decisión de disfrutar sus últimos momentos en el lugar que más le gustaba, pese a la oposición de los médicos. Mikel viajaba todas las semanas a la ciudad para recibir lo que el llamaba con humor “la última dosis de estúpida esperanza médica”. Yo poco a poco arrinconaba mi propia angustia dónde nadie pudiese apreciarla, incluso llegó un momento en que parecía haber esperanza para todos. En esos lapsos los niños jugaban y reían, Ane me contaba graciosas anécdotas de su esposo durante el noviazgo, y yo observaba la grandeza de aquella familia, unida, indestructible, poseedora de una extraordinaria entereza. Nunca observé aflicción, rendición o tristeza en sus rostros, sino una fuerza increíble que eran capaces de transmitir a todos aquellos que compartíamos con la pequeña familia los largos meses de invierno.

Una mañana cercana a la primavera encontré a Mikel sobre la repisa de la ventana. Su aliento surgía lento hasta tropezar contra el cristal, con su mano amoratada por el suero limpiaba la parte ahumada permitiéndole el acto observar completamente el exterior. Los viajes a la ciudad se habían suspendido y cada vez eran más largas las estancias en la cama. Fuera la nieve se derretía lentamente y el sol aún no lograba llegar con la suficiente fuerza. La nueva estación ser resistía aunque los primeros síntomas de su nacimiento daban al paisaje un semblante nuevo. Observé a Mikel durante minutos desde el umbral, viendo el repetitivo comportamiento de mi amigo, que ahumaba y frotaba el cristal constantemente. Dudé si entrar o no en su mundo particular, pero al final quise participar y conocer qué era aquello que mi amigo miraba abstraído en la distancia. Él se mostraba abatido, nervioso, pudiendo llegar a definir su estado como desencantado. Por primera vez en tantos meses descubría en aquella habitación a una persona enferma, sufridora.

“Taco, ¿crees que aún silbarán para nosotros los árboles del bosque? Susurró cuando me situé junto a él. Aprecié su voz lejana y unos ojos que mostraban signos de rendición. Miré a través del cristal preguntándome si yo vería lo mismo que él. Entonces me separé, lo suficiente para buscar en el ropero una manta que coloqué sobre sus hombros. Apoyé su cuerpo sobre el mío, dándome cuenta de lo poco que pesaba. Le arrastré escaleras abajo rezando porque nadie viese mi osadía. Abrí la puerta y salimos. Mikel no preguntaba, no cuestionaba mi impetuoso acto, no se negaba a ser arrastrado por mí. Caminamos hasta el borde del bosque. Me detuve, pero él siguió paseando su cuerpo sobre la hierba regada con la nieve derretida. Finalmente interrumpió su avance y buscó mi mano. No recuerdo exactamente cuanto tiempo me mantuvo allí apretándome con fuerza. “Ahora sí”, dijo mientras sus pulmones se llenaban de aire y una sonrisa se formaba en su cara. El viento surgió dejándose mecer por las ramas, provocando un sonido musical. “Por fin me revelas las notas de tu sinfonía”, gritó Mikel con tanta fuerza que pensé que me arrastraría al suelo. Entonces yo también escuché aquel extraño mensaje de la naturaleza. Cerré los ojos, precipitándome hacia una época distinta, infantil, comprendiendo finalmente el lenguaje de la vida.

Días después di por terminado mis particulares vacaciones y regresé a mi casa. En mi última visita a su cuarto, Mikel me entregó una sonrisa sincera. La primavera surgiría sin mí en aquel paraíso, María y Manuel continuarían llenando de amor el viejo caserío y el viento seguiría recorriendo los bosques anhelando encontrar un oído que supiese escucharle.

¿Y Mikel? Mi viejo amigo aún me manda postales después de tantos años, las cuales comparto con mi marido y mis hijos, deseando que alguna vez ellos también encuentren respuesta a las preguntas que la vida les vaya proporcionando.


jueves, 1 de mayo de 2008

El primer recuerdo

La carretilla dejaba de utilizarse para su oficio habitual, para convertirse en divertimento para la pequeña Mayte. No recuerdo quién ni porqué, en lugar de brindarme con una piscinita de plástico, me colocaban sobre el metal bañado por el sol durante toda la mañana. El agua se balanceaba alrededor de mi barriga, mientras que mis cabellos y las rosadas mejillas se mojaban cuando mis manos rompían el líquido material provocando inmensidad de gotas voladoras. León, el sabio perro de Mamica, vigilaba que nadie me molestase, ahuyentando a los gatos que, extrañamente, pretendían compartir mi baño. Se que me vigilaban sentados bajo el techado de caña y esos racimos de uva que pendían entre los huecos, pero en mi recuerdo solo están sus voces, animándome, y en mi cabeza la imagen de mi misma, como si mi cerebro hubiese captado todos los elementos y formado una película de aquel momento tan especial.
Lo recuerdo perfectamente, o quizás, esos huecos inexplicables de la infancia se han llenado con fotografías e historias narradas por aquellos que la compartieron.

sábado, 26 de abril de 2008

Juego

Subí por las escaleras hasta la primera planta. Sobre la cama se hallaba nuestra madre, sonriendo y mostrando en sus ojos una brillante mirada. “Acércame el álbum de fotos”, dijo, mientras sujetaba con ahínco un cepillo con el que comenzó a arreglarse los castaños cabellos, en los que a continuación colocó un pasador de mariposa. Le acerqué el álbum y entonces abrió la portada, señalando las fotografías de nosotros siendo niños, felices, inocentes.

***

Realicé aquél acto ascendente por la parte del edificio que servía para llegar a la primera planta. Sobre el mobiliario que utilizábamos para dormir, se hallaba la mujer que nos había traído a la vida, sonriendo y mostrando en el órgano que sirve para ver, una brillante mirada. “Acércame el libro donde guardamos nuestros recuerdos”, dijo, mientras sujetaba con ahínco un objeto plateado y con flexibles puntas con el que comenzó a arreglarse los castaños cabellos, en los que a continuación colocó un bello insecto con alas multicolor de nácar con un prendedor. Le acerqué lo solicitado por ella, y entonces abrió la primera pasta dura de aquel objeto, señalando unos cartones donde se mostraban nuestras imágenes infantiles, felices, inocentes.

miércoles, 23 de abril de 2008

UN BUEN FINAL


En este momento me acomodo frente a la máquina de escribir, con unas gafas cuyos cristales muestran las huellas de mis dedos, en ese afán incomprensible de mis manos en marear el objeto desde mi nariz teñida de tinta a este escritorio lleno de buenas intenciones. No hay más líneas que narrar, el cuento se ha terminado, la historia completa da un giro espectacular hacia el final y el protagonista, como buena novela que se precie, consigue todos sus objetivos. Sin embargo mi mente se niega a poner la palabra de clausura a un viaje que me ha aportado diversas sensaciones, multitud de vivencias. Y entonces vuelvo a colocar las gafas en su lugar correcto, suspiro y embargada de una sensación de vacío, tecleo “FIN”.

viernes, 18 de abril de 2008

LAS ALAS DE UNA MARIPOSA

La mariposa sienta su largo viaje y descansa las ganas de volar hacia un destino prefijado por la naturaleza. Entonces descubre el negro, escondido entre la hierba y el tronco ahuecado por la centena. Se acerca al color ajeno a su especie y lo ambiciona, lo seduce. Presumiendo de su nuevo traje, codicia el extraño verde prendido en una roca que mira al Norte, lo embelesa. Cargada con su nuevo maquillaje divisa el morado atrapado en la hojarasca, lo desea y engaña transportándolo con el resto de colores coleccionados.
La mariposa agita sus alas orgullosa y singular, descuidada, ignorando que sus matices se desprenden de su cuerpo pintando el paisaje.
La mariposa desnuda divisa el tono brillante del sol, lo anhela, y embriagada, borracha del dorado rumor, se eleva hacia cielo, dejando una estela de amarillos, azules, rojos, naranjas y nuevos tonos surgidos de la mezcla provocada por el pequeño insecto.

domingo, 13 de abril de 2008

DIARIO DE UN GJAIUGOI

Y entonces el ser humano se miró en el reflejo de la verdad, avergonzándose, reconociéndose en la ignominia de sus actos.

Cómo no iba a fijarme en aquellos seres imperfectos, ajenos a las virtudes de la naturaleza, escasos de pelo y siempre cubiertos de telas que cubren su cuerpo. Ni siquiera mostraban rubor o vergüenza cuando golpeaban a un individuo de la misma especie en su constante y rápido devenir diario. Llevo observándoles varios días con estos ojos que son diez veces menor que los de ellos y aún no logro comprender que no me hayan descubierto. De vez en cuando les escucho estirando mis puntiagudas orejas. Aún sin entender el significado de sus palabras, noto en la mayoría de ellos una ira incontrolada, un sentimiento incomprensible para nuestro pueblo. Hoy me he acercado más a un espécimen, uno bastante singular, puesto que aún habiéndome escondido tras una planta que disimulaba el color de mi pelaje, se ha parado frente a mí. Nota importante. Estos seres tienen unos extraños objetos en el interior de su boca, son blancos y formados en línea, parecen peligrosos.

viernes, 4 de abril de 2008

Un recuerdo en el lienzo

Vio la imagen plasmada en el lienzo. Se parecía en algo a su tierra natal, pero había utilizado colores demasiado vivos para aquel lugar húmedo y frío. Tanteó con cuidado el óleo aún fresco, manchó su dedo y observó como la pintura se negaba a desprenderse fácilmente de su piel. Respiró profundamente, un ejercicio casi imposible para ella. Cada pincelada ofrecida a la posteridad había sido un esfuerzo poco recomendado, y sus ojos mostraban el excesivo uso de la trementina y el aguarrás.
Se negó a girar su cuerpo para aposentarse en el sillón de observadora imparcial de sus obras, con el miedo de que aquella visión cambiara y dejara de mostrarle su hogar. Sí, era así, o al menos lo recordaba de aquella manera. El paisaje se vislumbraba en su mente desgastada y se reflejaba en el tapiz como si de un espejo se tratase.
Cogió un pincel más fino, hundió la corona de aquella arma tan poderosa en el tinte rojo y plasmó su nombre al pié del cuadro. Cerró los ojos, aflojó el cuerpo y suspiró, desplazando parte de su aliento hacia el caballete en un intento de dejar impregnada parte de su alma entre aquellas montañas verdes.

martes, 26 de febrero de 2008

El deseo

Hubo una vez un ser cuyas alas esplendorosas le impedían, sin embargo, alcanzar la joya más hermosa que pendía del gran árbol de la vida. A la vez que su cuerpo, las alas crecían poco a poco permitiéndole volar cada vez más alto. Un día uno de sus hermanos le ofreció unas enormes tijeras con las cuales poder seccionar del racimo su preciado tesoro. El ser miró su gran ambición, cogió el objeto cortante y se rasgó con desidia cada una de sus alas, soñando todas las noches con la preciada piedra brillante.

domingo, 17 de febrero de 2008

El hogar se queda atrás, pero siempre espera.

La luna presenciaba intacta, plena e incansable mi amargo caminar sobre aquella piedra húmeda y negra por donde vagaban mi pasos. Los pequeños charcos formados por la lluvia arrojada durante las primeras horas, estallaban en diminutas gotas rebotando contra mis botas. Aquella ciudad que ahora se abría ante mí dibujando sus contornos, me había olvidado, echado, expulsado de sus recuerdos y de su censo, renegado a un lugar lejano. Sin embargo, aquella noche inmensa la calle se me mostraba cálida como buena anfitriona, donde simulados farolillos pendían de algunos muros, iluminando mis negras vestimentas y mi sombrero. Los edificios clamaban a gritos un espacio donde expandirse en aquella amalgama de construcciones vencidas por el paso del tiempo, las fachadas sostenían los ruinosos balcones y en cada uno de sus tejados plateados graznaban los cuervos. Dejé atrás las anchas puertas de madera tintada de colores gastados, para adentrarme, como era mi intención, en aquel vergel que rodeaba el viejo mercado. Multitud de flores se exponían deseosas de que la luz nueva reflejase sus vivos colores palidecidos por la larga nocturnidad, recelosas no obstante ante mi presencia; embargándome, acompañándome y trasladándome con su dulce aroma a un recuerdo, una imagen de un pasado no tanto olvidado como arrinconado en algún lugar de mi cabeza.

Comencé a escuchar las primeras voces del mercado nocturno, unas más altas que otras, graves, finas, suaves y fuertes. Cada una de ellas me fue mostrando a su dueño al acercarme.

Un jovencito de rostro alegre y ojos despiertos rozó mis enguantadas manos, “¿Un periódico, señor?”, preguntó, ofreciéndome uno de los diarios mientras sujetaba entre su raída chaqueta varios ejemplares más. Rebusqué entre mis bolsillos, deseando encontrar quizás, alguna moneda perdida. Mis dedos rozaron el metal, pero en aquel entonces supe cual sería el destino de aquel objeto.

Caminé varios metros, dirigiéndome allí donde un edificio enorme presidía la plaza, donde los balcones eran más grandes y las puertas más anchas, donde la construcción parecía brillar orgullosa de los siglos llevados en cada piedra que la constituían. Pude escuchar entonces la voz de un anciano, serena y profunda. Sus arrugadas manos sujetaban un fino palo, mientras una manzana nadaba en un bolde impregnándose de un sabroso caramelo. Continué no obstante, acompañado del meloso olor. Subí varias escaleras alejándome del bullicio. Un perro permanecía tumbado al pie de una puerta abierta y al pasar junto a él gimió protestando por mi molesta presencia. Saqué la moneda y la lance. El redondeado metal giro en el aire, hundiéndose al final en las tranquilas aguas de la fuente de los deseos. “Estoy en casa” sollocé “Estoy en casa”.

viernes, 15 de febrero de 2008

Mi interior

Hoy escuché un silencio tras la puerta. No quise abrir por temor a desvanecerme en aquel espacio ignoto. Me incorporé sin levantarme de mi suelo adoquinado observando el trasiego del tiempo que se había parado en aquel cuartucho. El techo que guardaba tantos secretos ahora se alzaba pretendiendo aplastarme con su incapacidad para dejarme ver el cielo. Noté el sudor de la desidia que resbalaba sobre mi anónimo cuerpo, y respiré sin tragar aliento de vida. No hay ya zapatos que estrenar en mis pies descalzos, solo hay una suela de llagas surgidas para afrontar el futuro de lo ya conocido. Hoy escuché un silencio tras la puerta, abrí, y el silencio me habló de mí.

domingo, 10 de febrero de 2008

Tras la cerradura

No era la primera vez que escuchaba esas malsonantes palabras. Aquella noche, sin embargo, dolían más de lo habitual. El tono austero que parecía gobernar al inicio de la cena había derivado en una complejidad de frases, reproches y gestos desafiantes. No había más dominio que la anarquía familiar y el riesgo provocado por un tirano ahora desconocido. Por consejo de su propio instinto de supervivencia corrió hacia su cuarto, donde los juguetes y la puerta forrada de coloridos carteles conseguirían protegerle hasta el amanecer. Él niño miró a través de la cerradura, rezando porque con su desaparición de escena los ánimos se hubiesen calmado. Pero la ira de su padre, lejos de menguar, engulló el poco sentido común que resistía en aquel salón, arremetiendo contra la única persona que aún se atrevía a desafiarle. Miró con impaciencia y temor, apoyando su mejilla a la férrea placa que rodeaba la manilla. Su ojo derecho podía distinguir los acontecimientos desde el otro lado de la puerta, el izquierdo permanecía cerrado con fuerza al igual que sus insignificantes puños.

El primer golpe no tardó en llegar. Aunque aquella severa mano siempre había estado en la antesala de la violencia, era la primera vez que su padre sobrepasaba el límite desde el daño emocional hasta la piel de su madre. Habitualmente solía recolectar él los frutos de tanta furia y maldad. “Mama” gritó el pequeño aún en el temor de que el ogro atravesase su infantil guarida. Le siguieron más golpes, tantos que los puños del niño tomaron el mismo color que el rostro de su madre. Otro golpe, el último, invisible desde su posición de espectador atemorizado. Algo cayó sobre la puerta tapando el agujero. Se hizo la oscuridad, el silencio. Sus manos se aflojaron para abrazar su pecho sin apartar la mirada de su objetivo, esperando una palabra, un susurro, un lamento que le rescatara de la incertidumbre. Finalmente la luz amarillenta atravesó de nuevo la abertura aclarando su pupila. “Tranquilo cariño, ya todo se ha acabado”, escuchó, vislumbrando el lastimado rostro de su madre que por primera vez se permitía una ligera sonrisa.


viernes, 8 de febrero de 2008

LILITH 2

La luna despuntaba afilada en aquella cúpula nocturna que nos brindaba la protección de la oscuridad sobrenatural. Un sonido nos advertía del peligro entre las raíces de los siniestros árboles que crecían al pie de las rocas. En la vigilia les atormentaban las hazañas del pasado y los males no vencidos, mientras nuestros destinos viajaban unidos al del corazón de un joven valiente, pero que aún no reconocía su propia valía. Nos seguían los aullidos de mis hermanos, avisándonos, ocultando nuestros apresurados pasos. La espada Verjum nos señalaba el camino soportada por el brazo de Iselor. Pero nuestro destino era un áspero objetivo que arrinconaba nuestros escasos sentimientos de esperanza. La sombra se cernía sobre nuestro mundo, la luna llena nos prometía refugio eterno a los seres de la noche y mi alma perdida se preguntaba si aquella sed de sangre que me corroía podría ser un arma traicionera de doble filo.

jueves, 31 de enero de 2008

EL ESPACIO DE DIEZ NOTAS


En este espacio sonoro formado dentro de mi alcoba escucho la melodía pronunciada por un violín. Un espacio proscrito destinado a invadir mis sentimientos con cada alteración musical. Notas que simulan ser peatones de ese mismo espacio, colocados uno a uno en una calle concurrida llena de baldosas ciegas a cualquier sensación, ajenas al propio transcurso de los tiempos dictados. Y en la evolución del espacio entre sonido y sonido, crece un espacio vital donde emerge una idea, una fuerza interior que niega cualquier fragilidad pero que provoca una lágrima de belleza, de hermosura. Aún así, mientras se funden los retazos en singulares melodías que me invitan a soñar, se abre un espacio quebrado y triste, insensible a las cuatro paredes que conspiran contra mi espacio imaginario.

Tic Tac, regulan las notas su paso de baile, tic tac, ordenan su falta de espacio. Los dedos las permiten salir, el autor las crea con una mirada perdida en el espacio, las cuerdas las impulsan, las balancean animándolas a ser una sola entidad, un solo cuerpo. Y entonces la propia existencia les da un nombre en el espacio de un instante y las llama "Música".

viernes, 25 de enero de 2008

UNA MIRADA DESDE EL BANCO DE UNA ESTACIÓN CUALQUIERA


Estación de Landora, 26 de Julio 14:25 de la tarde.

El murmullo de los trenes hacía ensordecer a la muchedumbre que allí se agolpaba, golpeaba y esquivaba de forma autómata. La estación de Landora, por lo normal, era un lugar apacible para disfrutar con el devenir de personas, observar sus rostros, contar las maletas e imaginar cada una de las historias que les habían conducido a un lugar tan particular. Pero aquella tarde, el retraso de varios trenes y las fechas veraniegas, hacían irreconocible el lugar.

En la entrada, multitud de periodistas con sus cámaras y micrófonos, rodeaban a un tal “Nugal Tocbal”, un político de uno de esos países africanos cuyo nombre parece no existir hasta que sale en los telediarios. Una forzada sonrisa hacía apenas perceptible en el rostro del hombre su cansada mirada. El Sr. Tocbal portaba una fotografía entre las manos de su familia, anunciando con voz serena que agradecía que nuestro país le hubiese acogido en su exilio. Los flashes y las preguntas sin orden alguno aumentaban, mientras un locutor de pelo alborotado (sin que se pudiese distinguir si el peinado lo traía desde casa o había surgido en el intento de conseguir el mejor reportaje), explicaba la delicada situación del país de procedencia del invitado y la urgencia en proteger a tan renombrado personaje.

No menos curiosa era la pareja de novios que recién llegados desde el andén cinco, buscaban con relativa calma un carro para las maletas. Ambos miraban con interés lo que parecía ser la guía de Landora, a mi parecer, demasiado voluminosa para el poco interés turístico de la localidad. Los arrumacos comenzaron a ser un espectáculo más entretenido que el televisivo Sr. Tocbal. Un grupo de muchachos con mochila a la espalda les silbaron, para irse a continuación a la esquina de la estación que parecía más cómoda para pasar la noche hasta el próximo tren.

De vez en cuando, uno de los mochileros deleitaba a los viajeros con la lectura en voz alta de “Ciento y un días en mil países”, una obra poco conocida pero de gran valor literario, que narraba las andanzas de un lord inglés convencido en descubrir los misterios de los países más allá de los acantilados de su Gran Bretaña: “Dos son las cosas que distingo en esta aldea de Las Indias…” gritaba apasionado el mochilero interpretando con interés la lectura “…las mujeres hermosas y el delicado y preciado olor del café”.

A las espaldas de todo, una mujer abrazaba un pequeño bulto conformado por una tela roída en la que guardaba varias prendas y algún bocadillo. Con la cabeza agachada, miraba sin embargo alrededor, pendiente de cuanto le rodeaba, cerrando los ojos lo necesario para que no se resecasen sus hermosos ojos negros. Algunos viajeros evitaban cruzarse o incluso acercarse a la joven, quien de vez en cuando movía los labios rezando alguna plegaria en saharaui. El largo viaje se reflejaba en el rostro y en su desvalido cuerpo, Landora era su destino, donde comenzaría una nueva vida.

El tren de las tres avisó su entrada por la vía uno, saliendo del mismo una marabunta humana que cubrió el lugar, mientras los ruidos a metal y pasos volvían a dar vida a la particular estación.

Estación de Landora, 22 de Agosto, 21:43 de la tarde.

El sol desplegaba su rojizo color tras los tejados bañados por sus rayos durante todo el día. Desde la cúpula de la Estación de Landora aún se podía discernir el cenit del día, pese a la mugre acumulada en el traslúcido material. Aquella tarde, varias palomas se habían empeñado en hacer compañía a los escasos viajeros. Por fin, aquél tranquilo lugar regresaba a la normalidad.

Los mismos muchachos que semanas anteriores ocupaban los pasillos con sus bártulos, guitarras y mochilas, ahora recaudaban monedas entre las gentes para proseguir un viaje sin destino. Aún les acompañaba el ejemplar de “Ciento y un días en mil países” pero su primer poseedor parecía haber cedido su plaza a su compañero, quien amenizado por la guitarra, desgarraba sus cuerdas vocales intentando que se le escuchase más allá de la entrada. Unas cuantas monedas bien valían un dolor de garganta. “Apenas terminé el aperitivo me subieron a una enorme cesta de mimbre. La tela que hasta hacía unos momentos cubría el césped comenzó a inflarse y a inflarse, convirtiéndose en un enorme globo que me alzó al cielo. No he tenido en mi vida experiencia más gratificante que ver la hermosa ciudad de París desde las nubes, siendo partícipe del nacimiento de un nuevo día. Mientras los mercados llevan horas abiertos, bajo los tejados de las zonas agraciadas los parisinos comienzan a despertarse”.

Una pareja escuchaba en silencio el relato del muchacho. Sus manos ya no se rozaban ni sus ojos reflejaban miradas de complicidad y felicidad. La mujer se levantó con desgana, y mirando de reojo a su acompañante, arrojo la guía de Landora al cubo de basura más cercano. En la ira y disgusto por haber malgastado su viaje de novios en una mala inversión, no observó a una muchacha que corría por la estancia. Ambas cayeron al suelo culpa de su distracción. El golpe hizo reaccionar al joven, que presuroso fue a ayudar a su esposa. Sus brazos la rodearon y ella esbozó una sonrisa, recordando la verdadera razón de su escapada nupcial.

La muchacha que parecía tener más prisa que el tren directo de las once se levantó pidiendo disculpas. Siguió su camino con tanta prisa que volvió a tropezar con algunos viajeros más, esta vez con mejor suerte. Finalmente divisó lo que tan ansiosamente buscaba. Dos niñas y un hombre pronunciaban su nombre entre risas y llantos. Fue entonces cuando en sus ojos negros algo cambió. Ya no permanecía dolor ni duda, ya no pesaba la nostalgia, por fin su familia le acompañaría en este nuevo hogar.

Desde el puesto de revistas se podía distinguir a un desmejorado Sr. Tocbal, pero esta vez sin cámaras ni publicidad, esposado y flaqueado por dos agentes de policía que le acompañaban hasta la salida de la estación. En pocas semanas los intereses económicos y las ansias de poder puede hacer variar la política de un Estado. El apoyo que nuestro país en un principio había ofrecido a Nugal Tocbal se había convertido en una orden de extradición a su lugar de origen.

El tren de las diez avisaba su entrada con un fuerte pitido. Los pocos viajeros que esperaban impacientes subieron a la máquina y ocuparon sus asientos, observándose los rostros únicos desde este banco, en la que al fin y al cabo, era una estación cualquiera.


sábado, 12 de enero de 2008

Las madalenas

Bendecía con impaciencia aquél sabor tan exquisito. El placer de lo divino hecho terrenal. Su textura le embriagaba, le emborrachaba y le brindaba la oportunidad de pasear por el Edén. Un sopor le llegaba al estómago cuando probaba ese dulce tan especial. Le mareaba la sensación de que se acabase el manjar y lo saboreaba y saboreaba, alargando el último suspiro, el último bocado de su pecado. El cuerpo le impulsaba a seguir probando más de aquella gracia de Dios. Mientras la mente se confundía con el deseo de la materia suave y blanda, desnudaba con turbación y cuidado para continuar su desliz.

- Pero, ¿qué está haciendo? –inquirió la voz de una mujer de cuerpo orondo y rostro risueño.

El culpable de aquella grave falta soltó de sus manos el objeto de su pecado y colocándose el alzacuello salió de la estancia con la cabeza agachada en símbolo de vergüenza.

- Lo siento Sor Beneplácita – susurró el cura en la puerta.

El religioso se perdió por el pasillo arrastrando los pies, llevando consigo sin embargo una sensación de bienestar, mientras la religiosa recogía burlona de la cesta de mimbre las migajas que quedaban de las madalenas.