miércoles, 31 de octubre de 2007

Sueño al chocolate

Aquella mañana coloqué mis pies sobre el suelo de madera. El frío conservado en la tarima viajó desde el calcetín a mi pie izquierdo, mientras que con el derecho buscaba las zapatillas con insistencia. Eran las seis de la mañana y como todos los días desde hacía un mes, un olor a chocolate caliente me deslizaba suavemente a la realidad. No sabía de donde provenía el aroma dulzón ni por qué cada vez se me hacía más irresistible, pero a veces tenía la sensación de que era el olor dejado por mis sueños al despertar y que me acompañaba hasta la parada de autobús.
Aquel día sin embargo no había transporte que cojer, ni trabajo al que acudir. Sobre la mesa del comedor aún permanecía la carta de despido descuartizada en diminutos trozos. Cuando me decidí a recorrer el solitario apartamento me sentí solo, abandonado en una vivienda ausente de cualquier comodidad y compañía. Sin nada que hacer, aprecié el olor a chocolate de forma más intensa, como si multitud de conguitos quisiesen invadir la tierra y hubiesen usado mi hogar como base de operaciones. Finalmente, disfrazado con la bata de paño y las alpargatas de las navidades pasadas salí a la escalera, percibiendo aquel hilo dulzón que era lo único que me importaba en aquel momento. Desesperado recorrí todas las viviendas del edificio, pegando obsesivamente la nariz a las puertas. Al regresar, derrotado en mi absurda empresa, descubrí que faltaba una puerta por "olisquear". Frente a mi se erguía magestuosa una puerta de roble, parecía más grande que las demás, pero a su vez antigua y desgastada, castigada por la humedad y el tiempo. Aquella vivienda se ubicaba junto a la mía aunque jamás la había visto, o quizás, nunca le presté atención. Aquella mañana todo era distinto, el frío era diferente, los ruidos no reproducían la canción repetitiva y ordinaria habitual, e incluso mi visión parecía más clara, lúcida. Todas aquellas sensaciones nuevas estaban siendo embargadas por el olor que procedía de la vivienda de "Doña Paca Viruelas, Viuda de José Finito". Sin pensar, golpeé con fuerza sobre la placa que mostraba el curioso nombre, como si la imagen de la señora que se había formado en mi mente, necesitase de una fuerte sacudida en la puerta para oir mi llamada.
Tras varios minutos de espera, en los que descubrí algunas marcas curiosas en el marco de la puerta, sonó el pestillo. La puerta se abrió y una anciana se escurrió hacia el descansillo sin permitirme ver el interior de la vivienda. Sus ojos me mirarón con curiosidad, observando como yo balanceaba mi vista entre sus blanquecinos cabellos y el tazón lleno de chocolate que portaba en sus firmes manos. "¿Quieres?" me ofreció. Cuando me dispuse a aceptar y saboreaba mi primer sorbo de aquel delicioso manjar, la anciana me susurró "Te he estado esperando, hasta hoy no has sabido encontrarme, no has sabido seguir tus sueños".
Aún hoy en día permanece la descuartizada carta de despido sobre el cenicero, como un recuerdo, como una oda al primer día de mi verdadera vida y como un aviso. He seguido mis sueños. Sobre el escritorio tecleo constantemente una máquina de escribir y voy a publicar mi primer libro, y aunque Doña Paca Viruelas nos dejó hace varias semanas, aún me acompaña el delicioso olor a chocolate.

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